La recesión económica brasileña y su frágil momento político pueden desviarnos de una realidad: que no ha habido y no habrá Olímpicos idóneos, simplemente los hay más o menos cómodos –y, ciertamente, en el previo éstos no lo han sido.

 

Pensemos en las últimas sedes. Londres 2012 vivió su proceso preolímpico ante una población que no quería el evento, con dudas de cómo funcionaría el tránsito, que efectuaba protestas por variadas causas (por ejemplo, cuando aquel Comité Organizador contrató como proveedora a una firma química vinculada a la Tragedia de Bhopal, India, en la que fallecieron miles de personas), con un Parlamento indignado ante el “secretismo” de los organizadores en materia de disponibilidad de boletos, con activistas fastidiados por ver miles de millones destinados a esas obras (en meses en los que el sistema de salud pública NHS veía recortado su presupuesto). Para colmo, las amenazas, evidenciadas con el atentado suscitado en la capital británica nada menos que un día después de recibir la sede en julio de 2005, y la consiguiente militarización con porta-misiles en plena zona residencial.

 

Pensemos en Beijing 2008. La contaminación que impedía ver edificios a menos de veinte metros, el desplazamiento de miles de personas cuyas casas obstruían las áreas de construcción, los indigentes encerrados para que no pudieran ensuciar la vista de los turistas, los extranjeros que vieron sus permisos de residencia interrumpidos, la prensa batallando con los filtros y censuras del internet local, la represión en el Tíbet que crecía conforme se aproximaba el arranque, el veto de Steven Spielberg a coordinar esa ceremonia, la complicidad de china con genocidios como el de Darfur, las trabas para que la televisión internacional emitiera en vivo desde cualquier confín de esa ciudad.

 

Pensemos en Atenas 2004. Las mayores demoras jamás vistas, hasta que llegó Brasil a quedarse con tan poco deseable podio. Los costos de seguridad multiplicados por cuatro, siendo los primeros Juegos post 11 de septiembre. Las elecciones griegas adelantadas nada menos que a seis meses de la apertura. El cambio de cabeza en el Comité Organizador. Los clamores anglosajones de que Atenas no tenía forma de organizar la justa. La decisión de quitar la estructura superior al Centro Acuático. Los ataques con cocteles molotov de parte de grupos anarquistas. Los descubrimientos arqueológicos y hasta de bombas de la Segunda Guerra Mundial que, conforme aparecían en las excavaciones, dilataban las obras.

 

Y ahora pensemos en Río 2016, escenario que no es ni por mucho el ideal. Por supuesto, a Brasil le costará demasiado lo que venga a partir de octubre. Nadie lo duda, viene un caos político con la resolución del caso Dilma Rousseff, más polarización social y estragos económicos. Sin embargo, lo de Río 2016, exacerbado por notables fallas logísticas y lamentables hechos como la contaminación de aguas, no es único.

 

Atlanta 96, últimos Olímpicos de verano en el país más poderoso del mundo, fue caótico, un desastre de movilidad y un colapso de todo plan. Dicho lo anterior, Río 2016 tiende a tener muchos problemas, pero, al margen de lo que pase después política y económicamente, dudo sea peor que Atlanta.

 

No por explicar lo negativo y plantear las dudas, asumamos que estos Olímpicos dejarán de ser memorables, con una inauguración que, puedo decirlo después de haber tenido la primicia de pisar ayer la cancha de Maracaná, pinta extraordinaria.

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