Una escalera con letras deslavadas clama a cada peldaño: “No me sirvió que el Mundial fuera aquí, igual lo vi por televisión”. Arriba, un niño parado sobre el techo de su choza vuela un papalote y le bastaría con girar la cabeza para tener la mejor vista del Cristo Redentor; lo mismo si asoma a su derecha encontrará el Pao de Açúcar o a la izquierda podrá observar los edificios que venden el metro cuadrado más caro de Río de Janeiro, justo sobre la Lagoa.

 

Es la favela de Santa Marta, una de las más pacificadas y desarrolladas turísticamente de Brasil. Colorida, amigable, ofrece a los visitantes algo que se ha consolidado como moda: el añadir a la ruta por monumentos y playas, esa extraña adrenalina de conocer la vida de los humildes, ese afán de adentrarse en su rutina y precariedad.

 

Mensaje, sobre la escalera, no muy distinto a los que hemos hallado antes en la Universidad Estatal de Río de Janeiro, con su entrada principal tomada por casas de campaña y saturada de protesta. Reparamos en lo que alude a los Olímpicos: “Juegos de exclusión”, “Apague la antorcha”, “Nuestra medalla de oro tendría que ser en educación pública”. Pensamos en lo leído el domingo frente al Copacabana Palace: “No se enferme. Tenemos estadios, no hospitales”. Y recordamos que algunos de los poquísimos motivos de decoración olímpica en Río, dispuestos sobre puentes peatonales del Aterro Flamengo, fueron cortados con saña.

 

Decir que el pueblo brasileño se opone a recibir los Olímpicos es ya una simplicidad, casi un pleonasmo. La gran racha de animadversión hacia Mundial y Juegos estalló en la Copa Confederaciones 2013. También, la gran racha de descontento, de desesperanza, de hartazgo. Hacia la clase política brasileña, hacia la fantasía de un crecimiento económico que convertiría al país en potencia mundial, hacia la corrupción e impunidad en el escándalo de la paraestatal Petrobras, hacia los cantos de sirena emitidos no sólo desde la FIFA y el COI, sino de todas las autoridades locales que reiteraban: que los eventos incrementarían las oportunidades, que crecería el empleo, que el legado sería maravilloso, que eran afortunados de vivir esa etapa.

 

Todo comenzó en 2013, sí, con una manifestación en Sao Paulo contra el aumento en 20 centavos de real (entonces 10 centavos de dólar) del boleto de transporte público. Todo comenzó así y no ha terminado. Veo ciertamente cansado al pueblo brasileño de protestar: han sido tres años exhaustivos y especialmente movidos, incluido el impeachment a la Presidenta y la subida de un Presidente interino menos legitimado.

 

En todo caso, para el día de la inauguración olímpica se planea una manifestación muy grande; la dificultad para evitarla es que la universidad UERJ, donde vi esas pancartas, se ubica a una escasa cuadra del estadio de Maracaná.

 

Una semana y un día para la apertura. Problemas en la Villa Olímpica, incertidumbre por la forma en que las instalaciones se construyeron, crisis de organización, molestia por la cara brasileña expuesta al mundo, a lo que se añade la bola de nieve del dopaje ruso.

 

Una semana y un día: mentiría si dijera que en la llamada Cidade Maravilhosa he notado entusiasmo. Acaso, como la escalera de la favela de Santa Marta: no les sirve que los Olímpicos sean aquí, si igual los verán por televisión. Máxime si esos Olímpicos son motivo de brutalidad policial, de incremento de la violencia en los barrios más marginados, de desplazamientos forzados de quienes tuvieron la mala suerte de vivir en donde se pretendió elevar otro elefante blanco para practicar deporte por un par de semanas.

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