¿El Olimpismo ha evitado un cisma político a cambio de sacrificar credibilidad y justicia? ¿O, más bien, ha comprado a futuro peores cismas y ha marcado fatales precedentes que eventualmente estallarán? Sólo el tiempo dirá, pero la presidencia de Thomas Bach por siempre será analizada con base en esta determinación.

 

No. De ninguna forma digo que estoy de acuerdo con la presunción de culpabilidad promulgada por la Federación Internacional de Atletismo, que tiene nada menos que a la mejor pertiguista de la historia fuera de competencia cuando buscaría su cuarta medalla olímpica. Como sea, es evidente que el COI ha optado por limpiarse las manos, que su decisión más delicada ha sido remediada no decidiendo, absteniéndose de ejercer el poder que se le supone intrínseco.

 

Vuelvo a dos contextos básicos para aproximarnos a este tema.

 

El primero, que Rusia no es de ninguna forma el único país que hoy utiliza dopaje, pero que existe una medular diferencia con cualquier otro: que sólo a ellos se les ha comprobado operarlo como política de Estado, con su policía secreta, su Inteligencia y su Ministerio del Deporte directamente vinculados al escándalo, con operativos de desaparición de pruebas positivas en exponentes de la mayoría de las disciplinas olímpicas.

 

El segundo, que desde que brotó esta problemática, se asumió que su resolución podría interpretarse desde el Kremlin como una sanción de Occidente ante la entrada rusa en Crimea, Sebastopol y Ucrania; o sea, que como los bloqueos fueron meramente comerciales y diplomáticos, obsequiando a Rusia impunidad para ampliar sus dominios, el deporte sería señalado como método de coerción.

 

Lo de Crimea sucedió inmediatamente después de la clausura de Sochi 2014, cuando el COI y Rusia se juraban amor eterno, cuando la FIFA celebraba poder estar en manos de Vladimir Putin para el Mundial 2018 –Jerome Valcke dixit: “Cuando se tiene a un fuerte Jefe de Estado que pueda decidir, como puede ser Putin en 2018, para nosotros los organizadores es más fácil que en un país como Alemania, donde uno debe negociar a diferentes niveles (…) menos democracia es mejor para hacer un Mundial”.

 

Rusia albergaría en cinco años cinco de los mayores festivales del deporte: 2013, Mundiales de atletismo en Moscú (marcados por la llamada Ley de Antipropaganda gay); 2014, Olímpicos invernales en Sochi; 2015, Mundiales de natación en Kazán; 2017, Copa Confederaciones; y 2018, Mundial de futbol.

 

Hacia 2010, Dimitry Medvedev había retomado esa relación tan socorrida cuando el stalinismo entendió la relevancia política del deporte: “Ésta es la oportunidad de nuestro país para mostrar su fuerza y poder, su espíritu ganador”. Rusia tenía que reinar en el medallero tras los peores Olímpicos invernales de su historia en Vancouver 2010 (tres escasos oros) y luego de unos Juegos de verano desilusionantes en Londres 2012 (fuera del top 3 por primera vez en cien años). Sobra decirlo, Rusia lo consiguió. Sobra decirlo también, hoy se sabe cómo.

 

Desde que estalló éste, el peor escándalo de dopaje desde la extinta Alemania Democrática (sí, peor que los del Tour, porque que se sepa, la CIA o el FBI no se ocuparon de esconder los dopajes positivos de Lance Armstrong), se asumió que el COI llegaba a una encrucijada en la que dividiría lo que será de lo que ya no puede ser.

 

Agobiado por la política del tema, apremiado por sus relaciones internacionales, el COI decidió que no elegiría, que cada federación decidiera a su gana; en pocas palabras, prefirió la inclusión antes que la justicia.

 

¿Cuándo se le reprochará? Cada que un ruso gane algo en Río 2016. Hoy pueden estar limpios, pero nadie sabrá qué sucedió en los últimos años, cuando los herederos de la KGB tuvieron como consigna limpiar todo rastro de sustancia ilegal.

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