Tenemos una obsesión muy marcada con determinados indicadores financieros. Los hemos hecho una parte de nosotros mismos.

 

Por ejemplo: el tipo de cambio nos importa. Si el peso pierde valor frente al dólar nos sentimos vejados, dolidos en nuestro orgullo nacional. Aunque no necesitemos comprar el billete verde, aunque el impacto inflacionario sea todavía contenido, sentimos que nos pegan donde más nos duele.

 

Con el Índice de Precios y Cotizaciones (IPC) de la Bolsa Mexicana de Valores nos pasa lo mismo. Hemos confiado en esta muestra del mercado bursátil la suerte del pronóstico de nuestra economía. Creemos que si sube la bolsa, todos ganamos. Pero si pierde, hay que prepararnos para la crisis.

 

Hay cierta historia en esos sentimientos de simbiosis con esos indicadores.

 

En algún momento en este país se defendía una paridad como parte del escudo nacional, tanto que cuando el peso se devaluaba, en la máxima tribuna del país podíamos ver a un Presidente llorar por no haber podido defender al peso como perro.

 

El crack bursátil de 1987 se llevó entre las patas a muchos villamelones que desde su clase media habían arriesgado, literalmente, todo en el juego de las acciones y lo perdieron.

 

Es verdad que por mucho tiempo el principal indicador bursátil mexicano servía como una especie de termómetro de la economía mexicana. Siempre ligado a la suerte de Estados Unidos permitía tomar el pulso a lo que vendría por delante.

 

Así, cuando la bolsa bajaba, aun en tiempos de aparente bonanza económica, era la señal de que el mercado estaba leyendo señales de baja. Regularmente ocurría así.

 

Lo mismo en sentido contrario. La bolsa, por ejemplo, despegó primero desde los mínimos de 2009 y anticipó la recuperación que llegó para el resto de la economía en los trimestres posteriores.

 

Pero ese papel de anticipación del mercado bursátil se le terminó al IPC cuando a la bolsa mexicana, y a los mercados de todo el mundo, la invadió la excesiva liquidez que usó Estados Unidos para salir de su recesión.

 

Desde entonces y hasta la fecha lo que realmente indican las bolsas del mundo es dónde están los escurridizos capitales.

 

Las bolsas de valores son como el Pokémon GO. La hiperliquidez es como la realidad aumentada de ver pokemones donde realmente no los hay y hacer lo que sea necesario, aunque sea irracional, con tal de capturar esos rendimientos.

 

Los máximos históricos que hemos visto durante estos días recientes en los mercados bursátiles de México y Estados Unidos no son un anticipo de mejores tiempos económicos, aunque, claro está, cuenta la estabilidad de algunos indicadores.

 

Más bien tiene que ver con el tiempo adicional que ganaron los capitales en el regreso a la neutralidad de la política monetaria de Estados Unidos y a las políticas de laxitud de los bancos centrales de Europa y Japón.

 

Capitales mal pagados en los mercados de dinero obvian los riesgos que antes tomaban tanto en cuenta y regresan a las bolsas y a los mercados emergentes. Nada más.