Más que un mal de nuestros días, un mal de nuestra especie: mentir, sacar ventaja ilegal, recurrir a métodos prohibidos para obtener una victoria o, como ha sucedido en el reciente escándalo que ya abordaremos, inventar la victoria misma.

 

Dopaje y soborno, balones y bates adulterados, amenazas y agresiones a rivales, performance y actuación (ahí podemos incluir goles con la mano o penales fingidos), bajo la noción del “todo vale”, del preferir ganar mal que perder bien.

 

Tal como sucede con toda violación de un código ético, es simplista atribuirlo a nuestros días o al carácter millonario del deporte actual. De los antiguos Olímpicos, al menos dos mil 500 años atrás, nos llegan evidencias de recurrentes trampas, como, por ejemplo, luchadores que se untaban aceite para dificultar ser prensados por su rival. El colmo surgió cuando el boxeador Eupolus de Tesalia compró a tres oponentes para garantizar su triunfo. Eso propició que en 388 a. C. se creara un nuevo castigo: con la multa impuesta a cada tramposo se erigiría una estatua de Zeus que llevaría la inscripción del fraude; una humillación que trascendía lo mundano para tornar en castigo con lo divino como testigo.

 

No obstante, el mal se mantuvo. Por citar cuatro casos que han quedado para la posteridad: el veloz Astylus de Crotón aceptaría un soborno para cambiar de equipo y competir por Siracusa, Callipus de Atenas pagaría para ser campeón de pentatlón, la pelea entre Didas y Sarapammon se declararía amañada, la carrera entre Eupolemus y León sería adjudicada al atleta que perdió, en virtud de que dos de los tres jueces provenían de su Ciudad-Estado.

 

Con esos antecedentes, no podemos sorprendernos de que poco después de la quema de Roma, Nerón se diera tiempo para ganar la competencia de carrozas, pese a haber caído al inicio y pese a que ni siquiera era año de Olímpicos (los adelantó para aprovechar su visita a Olimpia y exhibir la superioridad romana sobre los griegos); en ese año, el 67 de nuestra era, el polifacético emperador también se coronaría en las recién creadas pruebas de canto y actuación.

 

Valga tan largo preámbulo para comprender que la trampa es tan ancestral como el deporte, que es, a su vez, casi tan ancestral como la vida en sociedad.

 

Esta semana se ha confirmado algo que desde unos días atrás se especulaba: que la supuestamente primera pareja de la India en llegar a la cima del Everest no logró tal proeza y todo fue maquinado a través de un vil Photoshop; ni las sombras en la foto, ni los registros, ni las condiciones meteorológicas del teórico día del ascenso permitían dar fe a los tramposos que gozaron de unos días de intensa celebridad en su país (muy conmovedora declaración: que ya estaban listos para ser padres, una vez cumplida la mayor de sus metas).

 

¿Qué hay en el fondo de la trampa? Esa respuesta, ya referida antes en este espacio, que me obsequiara el Dalai Lama cuando en una entrevista le pregunté por el dopaje: “Codicia. Una irracional codicia”. Codicia que ha llevado a estos truhanes a una descomunal falta de respeto a tantos, tantos, tantísimos alpinistas perecidos en el intento de pararse en esa cumbre.

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