Parco y simpático a la vez, como desde adolescente ya era, como siempre ha sido, Gerardo Torrado me esperaba en su coche frente a la estación sevillana de Santa Justa.

 

La pasión andaluza por el futbol sólo se entiende respirando unos minutos ante el río Guadalquivir, así que tener a todo un titular del club Sevilla estacionado en el punto neurálgico de la ciudad, era algo más que un acontecimiento: fanáticos cerca del éxtasis místico queriendo tocarlo o incluso besarlo, como si de la Virgen Macarena en procesión de Semana Santa se tratara.

 

Recuerdo a un aficionado rival que le gritó desde la banqueta: “¡Vente ar Betis, pisha! ¡Te perdonamo hajta que haya usao ese uniforme palangana!”. A lo que el mediocampista mexicano respondió: “¡Si te hago caso, no puedo seguir viviendo aquí! ¡Me matan!”…, y visto tal furor, vista la enemistad deportiva que partía y continúa partiendo a ese sitio, no exageraba.

 

Su camino a Europa había sido distinto, como antes su camino a la selección lo fue; valorado por Manuel Lapuente antes que por su club, llegó a acumular más partidos con el Tri que con la UNAM.

 

A los veinte años decidió no prolongar su contrato con Pumas e irse a la Segunda División española con el Tenerife, dirigido por Rafa Benítez, con el que subió de inmediato a Primera. No obstante, para el siguiente verano otro equipo de segunda categoría, el Polideportivo Ejido, era su nueva prueba.

 

El sueño europeo de Torrado había estado lleno de obstáculos y desafíos. Alto precio pagado por haber renunciado tan pronto al confort del torneo mexicano y el sueldo estable; confinado a choques culturales, a demostrar desde ceros a aficiones distintas, a verse obligado a correr por canchas de terracería cuando era seleccionado nacional.

 

Sin embargo, para esos inicios de 2003, en Sevilla, Gerardo ya había sido titular en el Mundial de Corea-Japón y se asentaba con brillantez en Primera División: tanto reto empezaba a redituar; estaba donde quería, sin haber dejado que nadie le impusiera su destino.

 

Por las mañanas era futbolista y por las tardes, no lejos del imponente campanario de La Giralda, era universitario –ya pueden imaginarse en esas aulas el frenesí posterior a cada partido, con la exultante calidez e irrefrenable pasión andaluzas.

 

Me reencontraría con él un par de años después en Alemania, durante la Copa Confederaciones 2005. Me explicaba con su semblante sereno de siempre que si quería ir a otra Copa del Mundo, necesitaba regularidad, así que aceptó una oferta del Cruz Azul.

 

Desde entonces y hasta este junio de 2016, ahí dejaría la última gota de sudor en cada aparición. Gerardo Torrado pudo no ser perfecto, pero siempre garantizó como mínimo, esa entrega al límite.

 

Ahora, el tres veces mundialista, el niño que se atrevió a levantarse y decidir el rumbo de su carrera, el adolescente que no tuvo freno al perseguir su sueño europeo, ha terminado esa etapa cementera.

 

Se va, como de todos lados se ha ido, con la gratitud del aficionado que siempre pudo ver en él, en su integridad y compromiso, algo más que a un futbolista. Acaso algo de lo que vio en Santa Justa aquel bético que en 2003 le suplicaba un cambio de uniforme que, para estándares andaluces, parecía suicida.

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