Siempre será más lo que se debe de aprender que lo que se puede criticar del futbol uruguayo.

 

Dice mucho que el máximo ganador en la historia de la Copa América, sea el país menos poblado de Sudamérica (arriba de tres millones de habitantes) y el de menor extensión geográfica (cabe casi cincuenta veces en Brasil). No es exagerado afirmar que nadie tiene más futbolistas y estrellas per cápita que ellos, también bicampeones mundiales.

 

Apretujado entre los dos gigantes del hemisferio, a los que ha servido históricamente como amortiguador y en cuyos zapatos de futbol se ha colado demasiado seguido como incómoda piedra, el balón bien puede resumir la esencia uruguaya. Juego combativo y sin complejos, lleno de aplomo y reivindicación, unas veces elegante y otras guerrillero, a menudo competitivo a proporciones que nuestro Tri sólo ha soñado.

 

Valga ese preámbulo lleno de sincera admiración para pasar a esa otra cara infaltable cuando está en la cancha un cuadro de esa procedencia: la queja o, más bien, paranoia. Desde hace mucho tiempo se ha querido atribuir su no saber perder al ser ganador, dos nociones que no tienen por qué ir de la mano. De forma tal, que si el marcador torna adverso, se deben de repartir sombrerazos y protestar, bajo excusa de que sólo se está preparado para la victoria, delirio de persecución bastante burdo.

 

El domingo vimos esas dos facetas. La del milagroso pundonor, al poner al Tri contra las cuerdas y noquearlo con sólo diez hombres, confirmando que si un hueso es difícil de roer es el que ha emergido de esa tierra; la del pretextismo tanto al ir abajo en el primer tiempo, como al volver a quedar en desventaja hacia el final del cotejo.

 

¿Imposible que sea una sin que sea la otra? Me temo que sí. Un Uruguay que nunca atribuirá adversidad alguna a su tamaño y población –tan menores a las de sus dos inmensos vecinos o a las de México mismo–, lo hace apuntando con el dedo hacia el árbitro.

 

La selección celeste perdió ante México porque regaló la primera mitad del encuentro, porque aflojó al final del juego, porque el Tri –aun sin tener su mejor noche y acaso rescatado por algo de buena suerte– mucho hizo bien y, sobre todo, porque en términos generales los dirigidos por Juan Carlos Osorio fueron superiores que los de Óscar Washington Tabárez. Por el arbitraje, no.

 

El mismo Tabárez que aseveró al final que el resultado era justo, algo evidentemente no compartido por sus pupilos o, a la luz de lo que leo en redes sociales, de buena parte de la afición uruguaya.

 

Los veinte partidos sin perder y las diez victorias consecutivas del Tri, llegaron a un clímax ganando un duelo oficial a tamaño rival, pero reiterando la necesidad de cierta autocrítica porque, en definitiva, no todo fue perfecto para México en el debut en Phoenix.

 

De Uruguay, que nadie tenga dudas: se levantará de lo del domingo y es todavía candidato a ganar la copa. Como siempre ha sido. Incluso a sabiendas de lo que montará si eventualmente es eliminado.

 

De México, la satisfacción de un gran resultado y, al mismo tiempo, lo lamentable del comportamiento de algunos de sus aficionados en el estadio: otras dos facetas, penosamente, cada vez más inseparables.

Las opiniones expresadas por los columnistas son independientes y no reflejan necesariamente el punto de vista de 24 HORAS.