Es mentira que muera el individuo. Es mentira, al menos, en individuos como él, con tan imborrable como inconmensurable legado, porque algo, porque demasiado, siempre le sobrevivirá, siempre estará. Con su deceso muere, sí, una era, y por ende muere una parte de todos quienes por esta civilización pasaremos.

 

Palabras que podrían sonar excesivas o exageradas si se recuerda que hablo de un deportista. Palabras que lograrán ponerse en perspectiva si se considera que Muhammad Ali, siendo incluso uno de los mayores genios que han existido en el deporte, fue relevante en muchísimo mayor medida, más allá de él: la sociedad e historia estadounidenses posteriores a la Segunda Guerra Mundial, como la iconografía del siglo Veinte, serían incomprensibles, quedarían incompletas, sin su desafiante rostro.

 

Rostro que bien puede colocarse cerca de los de Martin Luther King y Malcolm X, encarnando la lucha por los derechos del negro. Rostro que bien puede colocarse junto al de John Lennon como paladín de la paz, junto al de Marilyn Monroe como ídolo popular, junto al de Bob Marley como representación de la libertad, junto al del Che Guevara que de tanto personificar lo contracultural tornó en cultural, junto al de John F. Kennedy como símbolo de esperanza o de cambio (que no son tan distintos).

 

En un mundo de etiquetas, el corpulento golpeador no tenía que haber hecho poesía, ni el ágil de puños y piernas tenía que serlo incluso más de mente y palabras, ni el negro tenía que revelarse.

 

Abocado a la sumisión, clamó al negarse al ejército: “No voy a escapar, no voy a quemar una bandera, no correré hacia Canadá. Me quedaré justo aquí. ¿Quieren mandarme a la cárcel? Bien, pueden proceder. He estado en la cárcel por 400 años, puedo estar ahí 4 o 5 más, pero no voy a irme a 10 mil millas a ayudar a matar y asesinar a otra gente pobre. Si quiero morir, moriré aquí mismo, justo ahora, peleando contra ustedes. Ustedes son mis enemigos, no los chinos, no Vietnam, no Japón. Ustedes son mis opositores cuando quiero libertad. Ustedes son mis opositores cuando quiero justicia. Ustedes son mis opositores cuando quiero igualdad. ¿Quieren que vaya a un sitio a pelear por ustedes? Ustedes ni siquiera se levantarían por mí aquí en Estados Unidos”.

 

Luego, sí, su verborrea, su egolatría, su personalidad y gracia, su elegante irreverencia, su juego a darse la mayor de las importancias y de inmediato reírse de su propia jactancia, su octavo round contra Ernie Terrell en el que, entre golpe y golpe, gritaba a su castigado contrincante, “What’s my name! What’s my name!”, porque Ali no perdonaba nada y, mucho menos, que otro negro sureño se aferrara a llamarlo por su nombre de esclavo, Cassius Clay.

 

“No tengo que ser lo que tú quieres que sea. Soy libre de ser lo que quiera”, repetía ante un país en el que Rosa Parks tenía que haberse levantado en el autobús para ceder su asiento a un blanco, en el que los afroamericanos no podían votar, en el que estaba prohibido el matrimonio interracial y en el que había servicios, hoteles, bebederos, separados para cada color de piel.

 

El mito de la medalla olímpica lanzada en protesta al río Ohio, la Rumble in the Jungle en la otrora Zaire, su trémulo encendido del pebetero en Atlanta 1996, con una inmensa repercusión: por primera vez los Olímpicos llegaban a una ciudad mayoritariamente negra, precisamente la cuna de Martin Luther King, y Estados Unidos intentaba reconciliarse con su historia, dando el rol primordial al más insumiso de sus ciudadanos, al hombre que pisó estigmas y refutó etiquetas, al deportista que fue infinitamente más que eso, al personaje que ni dejando de respirar, puede morir.

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