¡Desperté altruista! Quiero ayudar un poco a Mancera porque se está hundiendo.  Ha sido el hazmerreír desde que presentó el silbato anti-acoso –marca ACME, en varios colores- que ayudará a frenar los abusos sexuales contra las mujeres en la vía pública. Antes que nada, tengo que decir que Miguel Ángel Mancera no es malo, sólo vive como la Abejita Maya en su mundo multicolor y sus asesores ¡necesitan asesoría!

 

Lo del pito de Mancera está muy bien para exhibir al delincuente, pero es un dispositivo incompleto. Dicho en cristiano: a ése salvavidas le falta diseño. Vivimos en una ciudad de habitantes poco solidarios, así que el silbato puede ser útil siempre y cuando vaya acompañado por una pistola (para volarle los sesos y/o las bolas al delincuente), unas tijeras polleras (para lo mismo), o que esté conectado a unos sicarios que cuando escuchen la pito-señal vengan y revienten al agresor.

 

Perdón si sueno intensa, pero hay cavernícolas que no entienden con educación ni con palabras ni con chiflidos. También propongo que el silbato suelte descargas eléctricas y que en los torniquetes de entrada al Metro haya personal que les inyecte una dosis de inhibidor de libido a los hombres con cara de retorcidos. Claro, para no caer en el feminismo chafa, los silbatos deberían tener cámara testigo, porque hay mujeres sensibles que se sienten ultrajadas con la mirada. También hay que decirlo.

 

Nunca he entendido la necesidad de manosear al prójimo y salir corriendo. ¿Tienes ganas? ¡mastúrbate en un rincón! y no molestes.

 

Yo soy muy pizpireta y alocada, pero si me agreden tardo en reaccionar. Pertenezco a ese grupo de mujeres que hemos sido víctimas, pero no lo denunciamos porque creemos que si llegas al MP y cuentas tu historia, no pasa nada. Prefiero las soluciones drásticas. Por ejemplo, me han atacado dos veces y sólo actué una vez. ¡Fui la Mujer Maravilla por cinco segundos!

 

Cuando no existían los teléfonos celulares, estaba en una caseta telefónica de la calle, en plena colonia Anzures a las ocho de la noche cuando un fulano me metió la mano bajo el vestido y corrió. Le grité de todo, lloré y me entró un miedo terrible. Eso sí, me entró sed de venganza. La próxima vez que me agarró un tipo -cruzando un puente peatonal en Circuito Interior- le rocié medio gas lacrimógeno que traía en la mano (porque de aquí a que lo sacas, quitas el seguro y aprietas, ya valió). No saben qué maravilla usar el arma que me regaló una hermana justiciera. Con suerte el malandro se quedó ciego –al menos, tuerto- y andará por la vida penando. Qué alegría.

 

Algunos expertos en conducta social recomiendan “ser amable con el atacante” para que no te lastime. O sea, ¿darle las gracias por las caricias o invitarlo a un hotel? Mejor hay que penalizar el hostigamiento y nos dejamos de tonterías. ¿Por qué no les regalan a los pervertidos y manolargas consoladores gigantes para que se los cuelguen del cuello y cuando les entren los ardores se den placer ellos solitos y dejen de fastidiar? Se me ocurre.