Caminar por la zona devastada en 1945 en Hiroshima, es ante todo un ejercicio de desilusión y perplejidad.

 

Ciudad en la que emerge agua por doquier (bañada por seis ríos y asomada a una bahía), su nombre puede traducirse como Isla Ancha, aunque en realidad está pegada a la principal masa territorial japonesa, la isla de Honshu. Ciudad en la que la frenética impecabilidad nipona a la fecha se desdobla con un sentido de extrañeza: las multitudes que a diario caminan entre luminosos y pantallas por Tokio, Osaka, Yokohama, Kobe, lucen diferentes a las de Hiroshima, a quienes por mucho tiempo se otorgó el gentilicio de hibakusha (literal, “sobrevivientes de la explosión”). Ciudad por la que se deambula sintiendo hielos clavados en la espina dorsal, en el común de los sitios despertamos buscando respuestas, ahí ni siquiera asimilamos las preguntas.

 

Resulta imprescindible aprovechar la visita para conocer el imponente santuario en la isla de Miyajima, a escasos 25 kilómetros de ese epicentro del estallido, pero siempre recomendaré hacerlo antes, porque después de pasar por el Memorial de la Bomba Atómica, nada será apreciado.

 

El río Ota nos lleva hasta el Genbaku Dome, único edificio ubicado en el corazón de la explosión, que se mantuvo en pie. Sus ruinas y esa cúpula desnuda, son el primer mensaje de la devastación. Los siguientes surgirán uno tras otro, en desgarradora metralla, una vez que crucemos el puente Motoyatsu y accedamos al islote del Parque Memorial de la Paz.

 

Más de cincuenta monumentos fúnebres y el Museo de la Bomba, ocupan el espacio que alguna vez fue centro de Hiroshima y donde vivían miles de personas. Altares en memoria de gente de diversas nacionalidades, circunstancias y religiones, así como el monte que esconde cenizas de 70 mil víctimas no identificadas y, sobre todo, la Ofrenda por los Niños.

 

Éste último puede ser uno de los puntos más conmovedores del planeta; lleno de grullas de origami, recuerda la historia de Sadako Sasaki, a quien en 1954 le fue diagnosticada la más salvaje leucemia por la radiación recibida. En su desesperanza y antes de morir con apenas doce años, Sadako se apegó al Senbazuru, vieja historia que contaba que quien hiciera mil grullas de papel, tendría concedido cualquier deseo. El incumplimiento de ese deseo de vivir y llegar a adulta, es el epitafio de esta historia.

 

Hiroshima, a diferencia de otras instancias de la actualidad en ese país, no omite los excesos y fanatismos japoneses previo y durante la Segunda Guerra Mundial. Hiroshima, lo que hace, es gritar por la paz, llorar contra el odio, denunciar a una humanidad que sostuvo carreras para alcanzar ese desarrollo científico y utilizó la máxima sublimación de su racionalidad para la muerte.

 

En el arco del Cenotafio están escritos los nombres de todos los asesinados por la bomba y justo entre sus paredes se pueden ver los restos de la cúpula del Genboku. Su mensaje es precisamente el que debe de trascender, ahora que con la visita de Barack Obama se han exigido disculpas y arrepentimientos. Ese arco dice: “Que todas las almas descansen en paz, pues el error jamás se repetirá”: no dice “nuestro error”, no dice “ su error”, no atribuye el error. Porque el error que llevó a esa barbarie, fue de muchos.

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