Pongámoslo en términos futbolísticos: el gobierno y la liga de Bélgica tuvieron un balón botando en el área chica, suplicando ser impulsado a la portería, y decidieron dejarlo pasar.

 

Se trataba de una oportunidad irrepetible para dotar de armonía al barrio más relacionado con yihadismo de Europa Occidental, para brindarle cierto tipo de esperanza, para alejarle al menos durante los fines de semana del estigma terrorista y fanático que le persigue, para generar modelos positivos de desarrollo para la niñez.

 

A medio año de los atentados en París y a dos meses de los ataques en Bruselas, brotó una historia que ni el cineasta más optimista hubiera podido plasmar: que justo en tan delicada coyuntura, un equipo del barrio de Molenbeek ascendiera a la primera división del campeonato belga.

 

Contra todo pronóstico, con un plantel que es perfecto reflejo del mosaico cultural de esa comuna de Bruselas y una nómina sustancialmente menor que la de sus rivales (3 mil euros mensuales, recibía el jugador mejor pagado), el Royal White Star Molenbeek se coronó de manera agónica en la segunda categoría del futbol de este país.

 

Con un club de tan escasa tradición y muy baja asistencia al estadio, sería exagerado hablar de las grandes emociones que supuso el hito, pero una interesante puerta quedaba abierta; esa sociedad que desde noviembre de 2015 padece los estragos de no haber querido admitir lo que se cultivaba en su interior, de no saber convencer a los jóvenes descendientes de inmigrantes de que tienen un futuro, de no lograr frenar el reclutamiento por parte de extremistas religiosos, de una pavorosa fragmentación, pudo dar un giro a la historia con ese equipo de futbol.

 

Y sucedió que el RWS fue rechazado por la primera división e incluso mandado a tercera. Se dijo que por el tamaño de su estadio, que por su estructura, que por su inviabilidad financiera, que por viejas deudas, pero lo relevante fue que su sitio en primera se concedió al Eupen, comprado meses atrás por capital qatarí.

 

La conferencia de prensa del lunes, a cargo del director técnico John Biko, dejó palabras así de quebrantadas: “Tuvimos la oportunidad de hacer entender a la juventud molenbeekoise, que aun si no tienes tanto dinero como los demás, aun si tienes mayores dificultades, aun si tienes menos apoyos, si haces tu tarea, respetas las reglas del juego y te unes en equipo, puedes tener éxito. Ahí está, el mensaje que pudimos dar a los jóvenes de Molenbeek (…) Bruselas, Bélgica, pudieron haber mostrado al mundo entero que hay cosas positivas aquí”.

 

Es muy factible que los argumentos en contra del RWS tengan cierto sentido. Lo inentendible en tan delicado momento es que no haya existido capacidad para remediarlo.

 

Si más de 600 adolescentes de Molenbeek tenían como único ocio el jugar en las divisiones inferiores del RWS, ahora están desocupados y resentidos: justo lo que hoy no se necesita.

 

Un balón botando en la línea de gol, que absurdamente ha sido desaprovechado. Balón que tenía que haber incluido valores como armonía, integración, esfuerzo, solidaridad, inclusión. Balón que irremediablemente ha escapado del terreno de juego y acaso no volverá.

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