En México, la próxima elección presidencial siempre está cerca y a la vez lejos. Desde que un presidente toma posesión en San Lázaro, se habla de los secretarios y gobernadores que tienen, desde su empleo, una posible plataforma de despegue político. Está cerca porque ya comenzaron, de manera no oficial, las precampañas dentro de los partidos políticos salvo en Morena, que postulará a López Obrador con una certeza de proporciones matemáticas. Y está lejos porque faltan unos 17 o 18 meses para tener una mayor claridad sobre quiénes aparecerán en la boleta –a finales de 2017-, y porque estamos a 26 meses del primer domingo de julio de 2018.

 

El mes pasado, con solo algunos días de diferencia, Reforma publicó dos importantes encuestas de cara al 2018: una sobre el trabajo y aceptación del presidente Peña Nieto, y otra sobre los perfiles mejor posicionados para sucederlo. Ésta última, en síntesis, reitera que como partido, el PRI sería el partido más votado, pero al agregar el nombre de cualquiera de sus posibles precandidatos, se va al tercer lugar. López Obrador, según el diario, encabeza la competencia al día de hoy.

 

obrador_especialEn el caso de la primera, ésta pone al presidente en un aprieto de popularidad. Cito la nota sobre el estudio: Su “aprobación (…) cayó 9 puntos porcentuales en el último cuatrimestre, consiguiendo apenas el 30 por ciento. Este nivel representa un mínimo histórico, no sólo en lo que va de su gestión, sino en comparación con los tres Mandatarios que le anteceden” (Reforma, 2016). Es decir, solo un tercera parte de los ciudadanos avala el trabajo del mexiquense.

 

Esta tendencia, de mantenerse, ira definiendo los argumentos de la oposición para el 2018, pero también los de quien, ultimadamente, vaya a ser el candidato priista. En otras palabras: de mantenerse la baja popularidad del Ejecutivo, el abanderado del PRI deberá romper con él y con su administración, por lo menos en los flancos que la ciudadanía percibe como débiles –combate a la corrupción, manejo económico o combate a la pobreza, según el mismo estudio de Reforma-. Esto no como una puñalada trapera sino como una estrategia meramente electoral.

 

Sí, el priismo celebrará y hará suyos muchos de los logros de la administración peñista –las reformas, la inversión en infraestructura, el enorme esfuerzo educativo, el repunte del turismo-, pero en un contexto de fuerte competencia política, que proyecta irse a tercios, la baja popularidad del presidente sería un eventual obstáculo para Osorio, Nuño, Videgaray, Beltrones, Ávila o Meade. El rompimiento parcial será ruta obligada para ganar credibilidad frente a López Obrador, el panista ungido y, probablemente, un independiente fuera de la tercia competitiva.

 

La mayoría de los ciudadanos piensa que el país no va por el rumbo correcto, y si el entonces candidato priista se presenta –o lo presentan- como la continuación del proyecto peñista, éste orillará a que la elección se convierta en un referéndum PRI o anti-PRI, condición de máximo golpeteo hacia el tricolor, debido a que homologaría los ataques de la oposición.

 

Romper con los flancos débiles de un presidente impopular requiere madurez política de las partes involucradas. Conlleva romper con orden, parcialmente, desmontar solo lo que no se puede destacar. De lo contrario, se proyectaría desunión y falta de rumbo. Hillary Clinton ha criticado la política internacional de Obama –véase la entrevista de The Atlantic a Clinton en 2014. Lo hizo con orden, de manera parcial. Cuando llegue el momento, el candidato priista deberá hacer lo mismo, y el señalado deberá mantener la institucionalidad. La correcta escenificación de esta dinámica será crucial para no dañar de más el legado del saliente, no presentar como traidor al aspirante, y no dinamitar la posibilidad de triunfo.

 

El rompimiento con el tutor, con el padre, es un fenómeno político recurrente. Para muchos es ingrato y traicionero, para otros es una simple opción, la máxima expresión del pragmatismo y la ambición. En varios rubros, el abandonar a quién te puso en sus hombros, simplemente porque no es querido, es bastante bajo. Hacerlo en política, por lo menos en la forma, no lo es. Es de las pocas reglas escritas.