Porque su puerto caducó, porque la postmodernidad los descartó, porque la economía mundial cambió, porque el imperio británico se diluyó, por lo que sea, porque sí…, pero ese amor es distinto.

 

Amar al Liverpool fue en otra época un acto de suficiencia (ante tanta decadencia, las únicas hegemonías que quedaban a la ciudad eran la musical, con Los Beatles, y la futbolística, con los Reds). Amar al Liverpool se convirtió al paso de las décadas en un acto de estoicismo, de admitir incapacidad para competir contra los más grandes.

 

columna lati reutersMás difícil que ser pobre, es serlo habiendo sido rico, descripción que embona tanto en esa aristocracia venida a menos que es el puerto de Liverpool, como en esa oncena vestida de rojo, otrora multicampeona europea y dominadora de la liga inglesa.

 

Sucedieron demasiadas cosas que dieron diferencia y tortura a ese amor: que la Gran Bretaña dejó de ser la potencia de todos los océanos y, bajo efecto dominó, Liverpool dejó de ser necesaria como enlace con cada confín del planeta; que Manchester abrió un canal que le permitió salida al mar, despojando de relevancia a sus vecinos del río Mersey; que el orden mundial se modificó y Liverpool se vio condenada a desempleo, precariedad, peores servicios públicos que en el resto del Reino Unido, incluso migraciones masivas de sus jóvenes a otros rincones de Inglaterra donde hubiera en qué trabajar.

 

Ese fue el caldo de cultivo que vio nacer en los 60 tanto a los Beatles como al glorioso equipo Red. Esa fue la cuna que hizo tan genuino el canto de “You´ll Never Walk Alone”, porque si una afición iba a ser incondicional, era justamente la que tanto había padecido.

 

El Liverpool cerró los años 80 siendo, con diferencia, el club inglés más laureado. Por entonces a cada derbi ante Manchester United, cantaba a los acérrimos rivales: “regresen cuando tengan 18 ligas”. Tan cruel fue el destino que un par de décadas después regresaron los del ManUtd con una pancarta que presumía su corona 18, contrastada con una vitrina del Liverpool que dejó de recibir trofeos (desde que existe la Liga Premier en 1993, nunca ha sido campeón).

 

Ese amor no puede ser normal con la mística heredada por ese pintoresco entrenador llamado Bill Shankly; personaje que obligaba a los jugadores a quitar el lodo de sus zapatos (la costumbre perdura), que frenaba el autobús a media carretera para que sus futbolistas comieran Fish N’ Chips sentados en la banqueta (para que entendieran cómo malvive quien paga por verlos), que ocupaba la mitad de su retórica en hacer a sus dirigidos dignos de una devoción tan sufrida como popular.

 

Un amor diferente, tal como se ha visto en el mágico renacer de este jueves, cuando por dos veces en el partido de Europa League frente al Borussia Dortmund necesitó tres goles para avanzar, y en tiempo de compensación lo logró. Una remontada que entra al paraíso épico de aquella Final de Champions en 2005, cuando caía 3-0 al medio tiempo frente a Milán y se levantó.

 

Al llegar a ese estadio, habiendo caminado frente a departamentos de ventanas tapiadas por tanto abandono, es imprescindible pararse frente a una gran reja que clama: “This is Anfield”; porque la profesada en Anfield Road es una religión distinta a cualquier otra que se pueda ver en el deporte; porque será debido a que su puerto caducó, a que la postmodernidad los descartó, a que la economía mundial cambió, a que el imperio británico se diluyó, a lo que sea; lo indiscutible es que ese amor es diferente a cualquier otro; un amor que garantiza compañía a cada paso.

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