Extraños los tiempos del futbol; inexpugnables sus circunstancias; impredecibles sus andares.

 

Quince meses han separado la anterior derrota del Barcelona en San Sebastián de la del pasado sábado. Quince meses de alegría blaugrana, de celebrar Liga, Copa del Rey, Champions, Mundial de Clubes y Supercopa europea, de haber goleado al Madrid en pleno Bernabéu, de haber acumulado 39 partidos invicto. Quince meses que iniciaron con su entrenador, Luis Enrique, bajo elevadísimo riesgo de ser despedido y que se han cerrado bajo una nueva duda que jamás se pudo avistar.

 

COLUMNA LATI ENRIQUE REUTERS¿Qué sucede? Que una liga que a inicios de febrero ya no tenía misterio, lo ha recuperado a la entrada de abril. Para un equipo que difícilmente cede un empate, es una barbaridad haber perdido ocho de los últimos nueve puntos disputados, y sus perseguidores ya están más o menos a tiro de piedra.

 

Más grave que los propios números son las sensaciones, y para ello, bien se sabe, ningún sitio más fatalista que Barcelona. Bajo influjo de su barrio gótico o de los inframundos inventados por Dalí, la única ley que siempre se espera en el Camp Nou es la de Murphy: si algo puede salir mal, es porque va a salir peor. Soberana desproporción para el estadio que ha celebrado más títulos y apreciado el mejor futbol en la última década. No es nueva la vocación barcelonista de péndulo: prohibidos los términos medios, entre lo sublime y lo dramático no hay escala.

 

Luis Enrique, como cualquier director técnico inteligente, se puso en manos de sus tres genios ofensivos. Antes, cuando osó conminarlos u orientarlos, rozó la despedida. Todo marchó de maravilla (“les digo abracadabra y fluye la magia”, declaraba en febrero) mientras ellos se empacharon de goles. Fue cuestión de que algo de ese encanto se apagara para que, súbitamente, todo luzca sombrío. El precio de alinear a tres de los mayores cracks de la actualidad: que lo bueno siempre será achacado a su inventiva y lo malo a la falta de recursos de quien los dirige.

 

En el fondo, ni el Barça es tan vulnerable hoy ni era tan imponente hace un par de semanas. Su problema es de fe, compleja aseveración en un sitio donde en plena crisis se sigue construyendo la más imponente basílica, aunque al mismo tiempo cada vez hay menos devotos.

 

Y para los necesitados de fe, nada como la inmediatez; con una victoria imponente, la mala racha se confinará al baúl de las anécdotas; con otro traspié (sea caer en la Champions ante Atlético, sea otro tropezón en liga), un reloj al estilo de los de Dalí se colgará del apesadumbrado Luis Enrique.

 

De Anoeta a Anoeta en 15 meses: tras la derrota en 2015, el destino barcelonista era de cataclismo y terminó en la gloria; llegados a la de 2016, justo cuando la alegría lucía perpetua, nada se da por sentado: ni los tres títulos, ni la continuidad del hombre que pone a esos tres, porque lo contrario sería un disparate.

 

Sí, inexpugnables los tiempos escondidos tras el balón.

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