Ese mal hábito de opinar sobre un familiar estrella del deporte: ya sea en México el padre de Marco Fabián, denunciando las razones por las que no juega su hijo en el Eintracht; sea en España el padre de James Rodríguez, declarando que “no le vino bien el cambio de entrenador”; sea hace un par de años la novia de Samir Nasri, montando un escándalo porque el volante del Manchester City no fue convocado por Francia para el Mundial; sea hace más tiempo la pareja de Iker Casillas, refiriéndose a los problemas al interior del Real Madrid; sea la gente cercana a futbolistas de la dimensión de Lionel Messi, Cristiano Ronaldo, Neymar, Gareth Bale (ahí es su representante) y tantísimos más, enviciando el ambiente en el que han de desempeñarse los cracks.
La nube de información, a menudo convertida en bola de nieve que va creciendo al arrasar con todo a su paso, puede ser lo mejor o lo peor para un deportista. Sin embargo, los mensajes hechos por el padre de James o el de Fabián fueron concedidos a un micrófono (a la “antigua”, pues) y no en micro blogs, con lo que el asunto es todavía más delicado.
Pensemos en Javier Hernández. Vivió momentos dificilísimos a cambio del honor de haber jugado con dos de los equipos más grandes de la historia. Como sea, su familia mantuvo el idóneo perfil bajo. La tentación de hablar tiene que haber sido colosal, porque finalmente veían a un ser querido pasándola mal, relegado a la suplencia, huérfano de oportunidades.
Ellos entendieron lo que la mayoría no: que más se ayuda con el silencio, que el apoyo ha de manifestarse en persona, que ya hay suficientes cámaras, bocinas, opiniones, como para añadir explosivos al coctel.
Ahora irá el suplente James a explicarse con Zidane, ahora será todavía menos factible que Fabián sea utilizado por su DT. Como si les hicieran falta más problemas.
Como dice el refrán árabe: tiene más valor aprender a callar que aprender a hablar.