Recuerdo perfectamente cómo me despertó aquella llamada telefónica una calurosa noche de un agosto madrileño de 1971. Era madrugada y a ese niño se le quitó el sueño.

 

Al día siguiente nuestro padre, Joaquín Peláez, nos contó que la llamada era porque iba a trabajar como corresponsal en un noticiero que se iba a llamar 24 Horas y que conduciría su inseparable amigo Jacobo Zabludovsky.

 

–Papá, ¿Y qué es un noticiero? –le preguntó con curiosidad aquel niño de siete años que traía en su ADN la pasión del periodismo aunque él aún no lo sabía.

 

–Un noticiero es un programa de televisión en que se cuentan historias, pero historias que son reales.

 

Me obsequió su mirada benefactora y los dos supimos que, con los años, seguiría sus pasos con dignidad, y que sólo buscaría poder honrar el trabajo sobresaliente con la rúbrica de aquel periodista español con cara de buena gente y con una cultura a sus espaldas que la traducía en humildad. Entonces empecé a conocer la comunicación en el sentido más cosmogónico de la palabra.

 

Según crecíamos, buceábamos en la biblioteca de mi padre y en sus consejos para leer a los autores del Siglo de Oro, y a Ortega y Gasset y a Benito Pérez Galdós, que tanto influyó en mi vida periodística y literaria.

 

Entonces, según pasaban los años y aquel niño se hacía mayor, mientras acompañaba a su padre a las filmaciones o a su oficina en la radio, en la Cadena Ser, fue naciendo su amor al periodismo y a México.

 

Lo he escrito muchas veces pero no me canso. Todos los sábados en aquellos lejanos años 70 mi padre sacaba un viejo tocadiscos y, con paciencia de joyero, lo ensamblaba. Y entonces, destilaban las canciones de Lola Beltrán y Armando Manzanero y Pedro Vargas y Cri-Crí. Sí, Gabilondo Soler se colaba en una casa española aunque el resto del país no tenía idea de quiénes eran los personajes mexicanos que tanto nos influyeron, sencillamente porque el proteccionismo de la Dictadura Franquista hacía difícil que el Ratón Vaquero llegara a España. Y todo ello hizo que mi padre nos enseñara a amar a México sin conocerlo.

 

Luego vino lo demás. En el verano de 1985 fui a hacer unas prácticas de periodismo a Televisa, mi casa, la casa de mi padre. Desde aquellas prácticas hasta ahora ha habido una relación con el periodismo y con México tan profunda como eterna.

 

En 24 horas, con Jacobo, donde trabajó muchos años mi padre Joaquín Peláez y quien escribe este artículo que despide nostalgia, conocí a reporteros legendarios, compañeros que se confundieron con la amistad vitalicia, muy lejos en la distancia física pero muy cerca del alma.

 

Ahí descubrí a Lalo Salazar, riguroso periodista, gran compañero; a Domingo Álvarez con su cultura y su generosidad; a mi hermano Julio González, tal vez uno de los camarógrafos más comprometidos que he conocido, o a Jorge Pliego, cuya valentía en las guerras fue igual de grandiosa que el amor que nos tuvimos. Hoy, desde el cielo, Jorge nos sigue grabando para hacer el reportaje final, el de la vida de todos los que le quisimos y le recordamos como un ángel alado de luz.

 

Mi padre, Jacobo, los reporteros míticos, los camarógrafos sacrificados, conformaban el noticiero más importante en español. Todos ellos fueron mi inspiración, el privilegiado abrevadero que confirmó mi personalidad humana y periodística. Con todos ellos tengo una deuda de gratitud impagable. Tal vez la única manera para encontrar una reciprocidad es que mi columna se titule 24 Horas España.

 

Estoy convencido de que más allá del Infinito de la luz, desde la auténtica aventura del hombre, mi padre Joaquín Peláez y su gran amigo Jacobo Zabludovsky me están viendo con lupa al dignificar el trabajo periodístico; pero sobre todo al seguir llevando con honor el apellido Peláez.

 

Por eso, permítanme que mi columna se llame 24 horas España.