Imágenes de los escenarios que fueron olímpicos 11 años atrás, transformados en campamentos para acoger a quienes no han tenido más opción que emigrar. Cifras alarmantes sobre la actual crisis de refugiados en Grecia. Estupefacción ante las restricciones y clausura de fronteras balcánicas. Temor por lo que pueda suceder entre tan urgente necesidad y tan creciente xenofobia.

 

Pero regresemos por un momento al año 2003, en el que Europa bien podía ser vista como ejemplo mundial de respeto, sensatez, compasión: su población, opuesta a la intervención estadunidense-británica en Irak, protestaba en marchas masivas por la paz; no con poco pesar por los niveles de inflación, pero el Euro se consolidaba como algo más que una metáfora de la mayor unión que se haya visto entre varias naciones; la estabilidad económica y apertura de fronteras permitían que el común de sus ciudadanos trabajara en la ciudad que deseara del continente, estado de bienestar que se daba por hecho; la pluralidad cultural se había convertido en norma en una Europa en la que no hacía falta mirarse o integrarse, siempre que cada cual hiciese lo que quisiera; extrema derecha y extrema izquierda parecían propios de otra era; Grecia empeñaba su futuro a cambio de devolver los Juegos Olímpicos a su tierra de origen.

 

Por entonces, me era común escuchar a numerosos griegos decir: “No discrimino. Sólo tengo problemas con los albanos que nos quieren quitar el trabajo y los turcos que nos quieren quitar el país”. Es decir, intolerancia “limitada” al que es necesario tolerar. ¿Qué pasaría si debieran de “tolerar” a más gente? La respuesta llegaría una década después, porque en esos 2003 y 2004 en Grecia había menos de 2 mil 500 refugiados, tan distinto a la actualidad cuando llega esa cantidad casi a cada día: sólo en los primeros dos meses de este año, más de 122 mil solicitantes de refugio han accedido al país heleno.

 

Cada edición olímpica se caracteriza, irremediablemente, por dejar la sede plagada de los denominados “elefantes blancos”: instalaciones deportivas que apenas volverán a ser utilizadas. ¿Para qué quería Atenas un estadio de béisbol o una sala de halterofilia? Sólo para agasajar al Comité Olímpico Internacional y sonreír al mundo durante un par de semanas.

 

Hoy algunos de esos escenarios han encontrado uso como campamentos temporales para los miles de refugiados que esperan, por ahora sin certeza alguna, poderse desplazar hacia otros países europeos y una justa cuota de reasentamiento.

 

El complejo atlético instalado en el antiguo aeropuerto de Ellinikó, es casa de no menos de 3 mil 250 refugiados, con letreros como Open the Border y Europe Union We Want Solution; la sala de Galatsi, donde se disputaran los torneos de tenis de mesa y gimnasia rítmica, ha tenido desde hace dos meses una población aproximada de 500 personas y vive rodeada de hileras de humanos que buscan donde pasar la invernal noche, alguno con un cartel de I´m Human not Animal.

 

Para eso han servido los estadios griegos, los “elefantes blancos”, a algo más de una década de esos tiempos en los que todo parecía tan promisorio, respetuoso y cordial en Europa.

 

Por sí sola, Grecia no puede resolver la mayor crisis de refugiados de la historia: es una responsabilidad multinacional en la que muchísimos países están viendo hacia otro lado, en la que no se está respetando a los refugiados algo fijado en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, en la que el discurso político de xenofobia ha orillado a quien no pudo evitar salir de su país, a instalarse en esos estadios olímpicos que, tristemente, para esto han terminado ocupándose.

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