Una trascendencia imposible de medir con sus indiscutibles y vastos logros futbolísticos: sus goles en tres Mundiales, sus enésimos rescates a la Selección, su derroche de genialidad, su permanente inventiva de nuevas maneras de driblar al rival, su sangre competitiva, su arte para encontrar el ángulo, su coraje en ocasiones desbocado.

 

Cuauhtémoc Blanco Bravo es todo lo anterior, sin duda, pero ha sido muchísimo más. Poquísimos ídolos populares de su dimensión en nuestro país: acaso boxeadores como Julio César Chávez o Rubén Olivares, luchadores elevados a nivel de súper héroes como el mismísimo Santo, incluso me atrevo a decir que actores indispensables en el imaginario colectivo como Pedro Infante o Cantinflas (¿exageración? Es posible, mas una vez conquistado el corazón del pueblo, no hay mesura: todo puede parecer mucho o poco).

 

El célebre Cuau, el también llamado Temo, ha sido unánimemente adorado pese a todo: ¿a quién se le perdonaría, como a él, incursionar en la política y confundir el nombre de su partido político? ¿A quién se le aplaudiría, como a él, aparecer como bombero en una telenovela? ¿A quién se le atribuirían, como a él, declaraciones como las dichas por Javier Aguirre cuando lo dirigía: “todos queremos al Cuau, haga lo que haga tiene ese don, aunque sea pedote”?

 

El equipo mismo de sus amores, esa ave de las tempestades que es el América, ese escudo que divide con rabia a propios de ajenos, tenía que haber sido un impedimento para que se le amara bajo consenso nacional. Rivalidad que ardía cada que Blanco era contrincante pero que se anulaba una vez concluido el cotejo, Cuauhtémoc podía ser detestado por medio país durante 90 minutos, al cabo de los cuales volvía a categoría de patrimonio del pueblo.

 

Talentoso, orgulloso, ingenioso, aunque la capacidad que más le valoro al cabo de tantos años en que tuve el privilegio de convivir con él, es la de conmover, como en aquella Final de Ascenso de diciembre de 2012. ¿Qué hacía el millonario y afamado ídolo, con casi 40 años, gritando para volver a la cancha con los ligamentos de la rodilla despedazados en un choque de Segunda División? Hacía lo que, siempre me repitió, era su máxima pasión. “¿Por qué no te retiras? ¿Por qué sigues de equipo en equipo, jugando en canchas malas, recibiendo patadas en Segunda?”, le pregunté por entonces. “Porque a mí lo que me gusta es jugar”, me explicó con sentido común y añadió seguramente algún albur.

 

Lo vi hundido cuando un cotejo no fue bien y sintió que defraudaba a los miles que le aclamaban. Lo escuché detallarme, sin ganas de ser compadecido, las privaciones bajo las cuales salió adelante. Lo contemplé ayudando sin demasiadas preguntas a quien le pedía algo, a quien pensaba que con tocarlo cambiaría su destino, a quien lo buscaba en urgencia de un milagro. Le conocí una mirada de lobo previa al arranque de los partidos, súbitamente quebrada por la impotencia, porque nunca supo perder.

 

Atípico, diferente, cautivante, hasta para su despedida Cuau tenía que romper normas y moldes: ahí estará, el más impensable de los alcaldes de este país, como titular y capitán del América a los 43 años, con el número 100 a la espalda.

 

La última vez que portó ese uniforme fue en la final del Torneo Clausura 2007. Anotó un golazo que parecía el del título, pero luego sus Águilas resultaron superadas por el Pachuca. Esa noche lo vi llorar como nunca: por la derrota, porque se iba a Chicago, porque su esfuerzo no había bastado. Casi una década y siete equipos después, consumará su despedida ese individuo que ante todo fue un gran futbolista, aunque sobre todo ha sido un gran personaje.

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