Las palabras más repetidas han sido transparencia y reforma. Palabras que, muy posiblemente, estarán ausentes de lo que comience en la FIFA a partir de las elecciones de este viernes.

 

Más allá de lo que se pretenda proyectar, es evidente el mínimo afán de transformación que rodea al proceso. El objetivo del favorito, el Jeque Salman bin-Jalifa, es relajar a los patrocinadores y evitar una huida de capitales, aunque de ninguna manera generar una real metamorfosis en las estructuras del organismo.

 

Eso sólo hubiera sido posible con el nombramiento de algún personaje ajeno al establishment FIFA, como se llegó a especular con el ex secretario general de la ONU, Kofi Annan. De otra forma, continuismo y estatismo están tan garantizados que no es remoto (sí, poco factible) que el propio Jeque convierta en presidente honorario al hoy purgado Joseph Blatter.

 

Decir que la actual crisis comenzó con la no concesión del Mundial 2022 a Estados Unidos, como ha reiterado Blatter, es simplificar y olvidar.

 

La falta de calidad moral resulta tan vieja como un Mundial (Argentina 78) prestado para maquillar a una sanguinaria Junta Militar o la quiebra de la empresa de marketing de la FIFA (ISL) en 2001.

 

La ausencia de credibilidad ha quedado patente en la mayoría de los procesos electorales: el de 1974, con la ascensión de Joao Havelange subvencionado por marcas que luego serían premiadas como patrocinadoras; el de 1998, con Joseph Blatter derrotando a Lennart Johansson, acusado de repartir sobres con dinero; el de 2002, reelección del suizo, con la novia o asistente de un delegado votando por un país que no tenía representante en la asamblea; el de 2011 con la inhabilitación del ex socio y entonces rival de Blatter, Mohammed bin-Hammam, o con el sospechoso pago de Sepp a Michel Platini, tras el que coincidentemente dejó la contienda; el de 2015 entre arrestos y policías.

 

La urgencia de renovación es evidente a cada concesión de sede: la de Qatar 2022 produce mayor escándalo por la extensión, clima en junio y baja tradición futbolera del país, mas Alemania no recibió el torneo en 2006 con menor cuota de escándalo.

 

La crisis es añejísima, pero sí, como explica el atribulado blatter, no habría explotado si Estados Unidos no hubiese sentido que sus intereses fueron tocados al perder un Mundial y sin el conflicto geopolítico desatada por los británicos desplazados por los rusos para 2018. Qatar 2022 está en el corazón de esta crisis, aunque sólo un candidato (el francés Jerome Champagne, con ínfimas opciones de triunfo) se ha referido a quitar la sede al Emirato de confirmarse la compra de votos.

 

Los demás prefieren eludir el tema y hablar del brillante futuro que les espera: Mundial con cuarenta participantes, distribución de dinero a todas las federaciones (esa vieja costumbre de Blatter para perpetuarse en la silla, ahora retomada por Gianni Infantino al ofrecer más efectivo a cada nación), la FIFA como ONG que resolverá todo conflicto, anhelos de armonía y prosperidad.

 

Infantino, segundo postulado con más opciones, ha preferido hablar de que un Mundial en noviembre sería malo para los clubes europeos (finalmente, él viene de UEFA), aunque de ninguna forma de llevárselo a otro sitio o repetir la votación. Siendo ex brazo derecho del suspendido Michel Platini, tiene sentido: justo el antiguo crack de la selección francesa fue el principal apoyo de los qataríes.

 

No dudo que avancen a una segunda vuelta el Jeque Salman e Infantino. Ahí será determinante la distribución de los votos del príncipe jordano Ali bin-Hussein, quien figura como tercero en discordia.

 

El Jeque Salman negará las acusaciones por su papel en la represión y encarcelamiento de atletas durante la Primavera Árabe en Bahréin. Asunto demasiado serio que, si gana, le perseguirá a lo largo de todo su mandato: la relativización de lo único absoluto que son los Derechos Humanos.

 

Al final, entre promesas de reforma y transparencia, llegamos a las elecciones con dos favoritos: Salman, en la línea de Blatter; Infantino, en la de Platini.

 

Kremlin, el del balón, en el que los nombres cambian poco y las intenciones todavía menos.

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