Hubo una época en la que el torneo de futbol de los Juegos Olímpicos equivalía a todo un Mundial de la especialidad, de ahí que Uruguay, medalla de oro en 1924 y 1928, clamara en su coronación de 1930 que había conquistado un tricampeonato.

 

Hubo otra, más compleja de descifrar, en la que las selecciones debían de estar conformadas por jugadores amateurs, asunto difícil cuando el futbol ya pagaba –y bien– a sus principales exponentes. De ese período, prolongado de fines de la Segunda Guerra Mundial y hasta antes de Los Ángeles 1984, se beneficiaron las selecciones provenientes de Europa Oriental, donde el esquema político disimulaba las generosas retribuciones a los atletas.

 

Hubo una más, que apenas duraría dos Juegos. El olimpismo, harto de la hipocresía del amateurismo, fue abriendo sus puertas a los mejores tenistas, basquetbolistas, beisbolistas, y la FIFA, temerosa de ver opacado su Mundial, resolvió que europeos y sudamericanos sólo recurrieran a quienes no hubieran participado en Mundiales. Es decir, planteles alternativos.

 

La solución surgió en Barcelona 1992, con el límite en 23 años, y se complementó en Atlanta 1996, con la concesión de tres refuerzos mayores. Eso, más la cada vez mayor precocidad para la consagración de jóvenes talentos, terminó por hacer elegibles para Olímpicos a numerosos cracks con nivel para disputar los certámenes mayores.

 

¿Con qué problema se toparon? Con el del calendario, pues justo en el verano en que se suelen organizar estos Juegos, se disputa la Eurocopa. Así, ya en 1996 los españoles debieron decidir encauzar a Raúl (19 años) para Olímpicos y perdérselo para la Euro; por contraparte, los italianos prefirieron tener a Alessandro del Piero (21 años) en la Eurocopa y no en la justa de Olimpia.

 

Un inevitable dilema, porque tener a los futbolistas en los dos eventos resulta imposible: implicaría convocarlos a fines de mayo, jugar en junio el evento continental, liberarlos en julio para sus tres semanas de vacaciones y retomarlos a pocos días de la inauguración olímpica. En resumen, que los clubes prescindirían de ellos durante más de tres meses, no los incluirían en la pretemporada y se perderían de su concurso en numerosos compromisos oficiales.

 

Por eso se requiere decidir: Olímpicos o torneo continental (este año también hay Copa América Centenario). Y por ello suena de maravilla la voluntad de Miguel Layún de estar en los dos, aunque es un deseo que difícilmente se cumplirá y que a la larga tendería a perjudicarle en su integración a donde por entonces esté jugando en Europa.

 

Brasil, que necesita a Neymar como emblema en Río de Janeiro 2016, se ha hecho a la idea de que el precio es no aprovecharlo en la Copa América. Argentina que, obviamente ve prioritario imponerse en la competición del centenario, asumió que Lionel Messi no puede ser registrado en Olímpicos. Portugal con Cristiano Ronaldo, Suecia con Zlatan Ibrahimovic, Alemania con Thomas Müller, preferirán alinearlos en la Euro de Francia.

 

En esta última etapa de la compleja relación futbol-Olímpicos, la saturada agenda obliga a escoger. Porque entre más se aprieta el calendario de las selecciones, porque entre más huevos de oro se exige poner a la atareadísima gallina, más se perjudica a quienes pagan decenas de millones en traspasos y sueldos, que son los equipos.

 

Por eso el Tricolor tiene ya que plantear con quién refuerza a la Selección Olímpica y no contar con ellos para el proceso de Copa América. Por eso lo de Layún, que evidencia su pasión por la casaca verde, debe de quedar en mero deseo.

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