Hay algo en común entre los mega-eventos deportivos organizados por Rusia y la creciente capacidad monetaria del futbol chino: el deseo de complacer a la máxima autoridad del país, la necesidad de pagar cierto cover por ingresar o permanecer en un exclusivo club, el mecanismo para alinearse con la voluntad expresada desde lo más alto del gobierno.

 

Si Vladimir Putin consiguió involucrar en los Juegos de Sochi 2014 a magnates como Oleg Deripaska o Vladimir Potanin, fue por lo que algunos apodaron como “impuesto olímpico para oligarcas”. “Si quieres continuar haciendo negocios en Rusia, entonces debes de ayudar a Putin”, explicaba el ex Primer Ministro ruso Mikhail Kasyanov en una entrevista con Der Spiegel. Ese certamen deportivo es, con diferencia, el más caro de la historia (entre 50 mil y 60 mil millones de dólares derrochados), aunque quienes ahí invirtieron lo habrán hecho a sabiendas de que ese esfuerzo redituaría.

 

Un contexto parecido ha derivado en que, de pronto, los equipos chinos efectúen fichajes a precios que solían limitarse a pocos gigantes europeos. El colombiano Jackson Martínez se ha ido del Atlético de Madrid al Guangzhou Evergrande por 46 millones de dólares, el brasileño Ramires brincó del Chelsea al Jiangsu Suning por más de 30, el marfileño Gervinho cambió a la Roma por el Hebei Fortune por unos 20, otro colombiano, Fredy Guarín, pasó del Inter al Shanghai Greenland por 14. Basta decir que entre las 10 transferencias más relevantes del mercado invernal, al menos cuatro corresponden al inflado balompié chino. A esas cifras, añadir el jugoso salario requerido para atraerlos a un torneo que todavía genera misterio, pero donde ya dirigen experimentados entrenadores como Luiz Felipe Scolari y Sven Göran Eriksson.

 

Su selección es la 82 del mundo (clasificación FIFA de enero de 2016), sus participaciones mundialistas en rama varonil se limitan al año 2002 (cuando Corea del Sur y Japón ya estaban calificados, abriendo espacio para cuadros menos reputados), su liga solía verse como vertedero de amaños (en los últimos años hubo árbitros arrestados y redes de apuestas desmontadas) e impagos (Didier Drogba y Nicolás Anelka huyeron en 2013 al adeudárseles su sueldo), pero todo ha cambiado repentinamente.

 

Constantemente se repite un deseo del líder Xi Jinping: calificar a China a otro Mundial, albergar en casa esta justa y, más pronto que tarde, ganarla. Alguno de sus predecesores, como Den Xaoping, eran de probada pasión futbolera, aunque lo de Xi va mucho más allá. Incluso la práctica del futbol se ha hecho obligatoria en las escuelas y en los próximos dos años se abrirán 20 mil centros de entrenamiento en territorio chino. Una añeja frase del ahora presidente, sirve como respuesta: “el viejo sueño de un glorioso renacimiento chino está íntimamente ligado al sueño de ver a China como potencia de futbol”.

 

Por ello los principales millonarios chinos ahora ponen dinero en el futbol. Jack Ma, el poderoso fundador de Alibaba Group, adquirió en 2014 el Guangzhou; Wang Jianlin, del Wanda Group, fue el artífice de la compra del veinte por ciento del Atlético; Chen Yansheng de Rastar Group, es el nuevo dueño del Espanyol. Y por ello Xi corresponde; no en vano, en su visita a Manchester estuvo en las instalaciones del City y no en las del United, del que es aficionado: porque los Citizens, primer club que ya da tours a su estadio en mandarín, pertenecen en un trece por ciento a capital chino.

 

Es simple: el líder ama y prioriza el desarrollo del futbol… y el líder siempre tiene la razón.

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