Pudo ser Molenbeek, aunque mentiría si lo diera por hecho y tampoco es que haga demasiada diferencia.

 

Sucedió que en la Eurocopa 2000, disputada en Bélgica, la selección local se jugaba su pase a la segunda ronda enfrentando a Turquía. Considerando la cantidad de inmigrantes de este país con los que me había topado, pregunté por algún barrio de Bruselas con importante presencia turca. De esa forma, pensaba yo, llegaría a encontrarme con aficionados divididos entre dos selecciones y con algún buen hilo narrativo para referirme al juego.

 

Derrotada por Turquía, Bélgica quedaba fuera del certamen, aunque de esa jornada me llevaría una sensación que muchos jóvenes en mi generación compartieron: que Europa había encontrado la forma de ser una y muchas, que no había más futuro que la multiculturalidad, que su modelo dejaba ser a cada cual lo que quisiera. Eso, pese a que los turcos, apoyados por marroquíes y argelinos, festejaron con desmanes la eliminación de su tierra de adopción: evidente resentimiento detrás de un simple festejo deportivo.

 

Por supuesto que llamó mi atención la cantidad de mezquitas, de comida Halal, de letreros en turco y árabe, de locales de Kebab, así como las condiciones de vida austeras y tan diferentes a la suntuosidad de las calles aledañas a la Grand Place.

 

Por primera vez me había aproximado a esa cara de Europa occidental: por un lado, los estudiantes europeos en intercambio Erasmus, por otro las legiones multinacionales de funcionarios trabajando tanto en la Unión Europea como en la OTAN, por uno más el liberalismo de las vitrinas con sexoservidoras en lencería cerca de la Estación Central y, como telón un tanto oculto, esa otra Bruselas con mujeres de rostro o cabello tapado.

 

En esa Eurocopa sólo la selección francesa reflejaba el mosaico en que se había convertido su sociedad. Con Bélgica apenas estaban los hermanos Mpenza, de origen en Congo. Holanda mantenía buena presencia de futbolistas de su ex colonia Surinam, como Portugal de Mozambique. En tanto, Alemania se limitaba a Mehmet Scholl, de padre turco, así como Suecia a Henrik Larsson, de padre de Cabo Verde (sintomático que hayan utilizado sus apellidos alemán y sueco para los dos simplificar su integración).

 

La dicotomía franco-flamenca de Bélgica era un problema como lo sigue siendo todavía. Por esos años Bélgica contaba con dos de las mejores tenistas del mundo, aunque siempre alejadas y rivalizadas por su región: la flamenca Kim Clijsters y la valona Justine Henin.

 

Vale la pena decir que la selección belga actual aún padece crisis de comunicación en un plantel que habla dos idiomas diferentes; Vincent Company y Romelu Lukaku, ambos belga-congolés y criados en Molenbeek, suelen traducir al hablar tanto francés como flamenco.

 

En 2009, mientras Bélgica pasaba cerca de dos años sin lograr formar un gobierno (el período más largo jamás alcanzado, superando el transcurrido en Iraq), el primer Ministro interino, Yves Leterme, explicaba que sólo tres factores unen a todos los belgas, sin importar su región, cultura o idioma: el rey, ciertas marcas de cerveza y el equipo nacional de futbol.

 

Un país complejo y que aprendió a vivir partido en dos. Un país que, sin embargo, ahora paga haber caído en la negación de lo que sucedía en barrios como Molenbeek.

 

Cuando Angela Merkel afirmó en 2010 que,“este enfoque ha fracasado por completo. La idea de que nos volveríamos una sociedad multicultural, y de que viviríamos contentos unos junto a otros, fracasó. Tienen que hacer más para integrarse y asumir cultura y valores alemanes”, muchos pensamos que discriminaba y peleaba con una realidad ya inherente a Europa.

 

Atentados como el de París, las calles vacías de Bruselas en redadas múltiples y el tiempo mismo, le han dado una razón que sólo las alineaciones multiculturales de las selecciones intentan refutar.

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