NIAMEY, Niger. Cada día esperan las cinco de la tarde con impaciencia para entrar en el campo. Tratan de llamar la atención comportándose lo mejor posible. Llevan puestas las camisetas falsas de los mejores futbolistas del mundo, las únicas que tienen y que lavan y vuelven a lavar como si se tratara de objetos sagrados.

 

No tienen zapatos y juegan descalzos, sin pensar en las heridas que tendrán al final del partido. Son los chicos de la cárcel de menores de Niamey, la capital de Níger.

 

Estos jóvenes, encerrados entre estas cuatro paredes porque presuntamente son miembros del grupo terrorista Boko Haram, hace meses que están a la espera de juicio. Todos juran que son inocentes y denuncian que los tomaron al azar durante las redadas de la policía y el ejército.

Foto: Notimex
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Mientras tanto, los psicólogos y los trabajadores sociales los examinan haciéndoles jugar todos los días partidos de fútbol, durante los cuales observan a los elementos más violentos y, presumiblemente, los que han tenido que ver con los yihadistas nigerianos.

 

La cárcel de menores de Niamey está en el corazón de la ciudad. En el interior, entre gruesas y altas paredes de arcilla, hay unos 50 chicos acusados de formar parte del grupo yihadista nigeriano Boko Haram, que hace unos meses ha comenzado a hacerse llamar Estado Islámico de África Occidental a raíz de una alianza con el Estado Islámico.

 

Estos jóvenes presuntos terroristas tienen un ala de la prisión para ellos solos: las autoridades de la prisión no quieren correr el riesgo de que contagien a otros prisioneros.

 

Durante el día, y también por culpa de un calor abrasador, los chicos descansan tranquilos en la sombra. De vez en cuando estalla alguna pequeña refriega, pero inmediatamente intervienen los guardias para sofocarla. Se trata de episodios cada vez más esporádicos: los riesgos son demasiado altos.

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Los que se comportan mal, de hecho, se quedan sin participar en la hora de actividad deportiva, que casi siempre es un partido de fútbol.

 

Cuando llegan las cinco de la tarde y el sicólogo del centro, Iero Boubacar, se saca del bolsillo una hoja de papel con la lista de nombres de los merecedores de jugar, en el ala de los presuntos miembros de Boko Haram no se oye ni una mosca. Están todos atentos, con la esperanza de que Iero pronuncie su nombre.

 

“A todos los jóvenes les gusta el fútbol. Siempre hay voluntarios y como no pueden salir todos juntos me veo obligado a elegir a 22, porque en el fútbol se juega 11 contra 11. Hace unos días organizamos un partidito contra el equipo de un barrio de Niamey para el cual elegí a nuestros mejores jugadores”, señala el sicólogo.

 

“Jugamos bien, pero nos ganaron. Da igual la derrota, lo que nos importa es que estos chicos se den cuenta de que la gente de fuera de la prisión también los tiene en cuenta”, afirma.

 

Y continúa: “Mientras hacen deporte tenemos la oportunidad de ver los caracteres más violentos e impulsivos. Gracias a estas salidas he podido conocer bien los casos de todos. Prefiero no llevar a jugar a los chicos más agresivos”.

 

“Hablo con ellos y les explico que tienen que cambiar de actitud. No tengo pruebas que demuestren que han formado parte de Boko Haram; están todos a la espera de juicio y sólo Alá sabe cuándo van a ser procesados. Sinceramente, creo que sólo una pequeña parte de ellos, queriendo o no, ha tenido contacto con los terroristas”, refiere.

 

Los chicos que selecciona Iero se colocan en fila para salir del recinto donde comen, se lavan y duermen. Justo cuando salen, un funcionario hace que se sienten todos en el suelo y empieza el recuento. El mismo ritual se repite cuando vuelven.

 

Estos adolescentes, poco más que niños, apenas pueden contener el entusiasmo que sólo una pelota de fútbol puede dar. No importa que las líneas de campo estén hechas con piedras y que las porterías estén oxidadas y no tengan redes. Jugar descalzos, o como mucho con chanclas, no es un obstáculo. De vuelta a la celda, ya habrá tiempo para curarse las heridas.

 

La situación de estos chicos, identificados con la sigla EAFGA (Chicos Vinculados a Fuerzas y Grupos Armados), es muy delicada.

 

Algunos ni siquiera saben por qué están ahí. Son, en mayor parte, jóvenes originarios de Diffa, la región del sureste de Níger devastada por los ataques de Boko Haram, pero entre ellos hay también varios nigerianos.

 

Últimamente, en la frontera entre Níger y Nigeria la presencia de los terroristas se ha hecho más visible, por lo que el ejército de Níger ha pasado a la contraofensiva siguiendo la estrategia de “tolerancia cero”. Todo esto se traduce a menudo en detenciones arbitrarias y, por lo tanto, estar en el lugar equivocado en el momento equivocado puede pagarse muy caro.

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“Nací y crecí en un pueblo no muy lejos de Diffa. Mis padres murieron cuando era pequeño, no me acuerdo de ellos. Vivo con mi hermana mayor, que se ha casado. Hasta el año pasado trabajaba como aprendiz de soldador, pero no había trabajo, así que empecé a vender galletas por la calle”, cuenta Hamidou, de 15 años, que llegó a la cárcel de menores hace casi dos meses.

 

Añade: “Una noche, de repente, llegaron unos soldados y se pusieron a cachear a todos y a todo. A mí también. Esa noche llevaba una chaqueta militar que había encontrado tirada en la calle. No se lo pensaron dos veces y me golpearon; tenía los ojos vendados y me llevaron en una camioneta”.

 

“Algunas horas después me desperté en la prisión de Diffa, en una celda grande, con otras personas, todos hombres más grandes que yo. Al cabo de unos días me trajeron aquí. Creo que, por mi chaqueta de camuflaje, me tomaron por uno de Boko Haram, y yo ni siquiera sé realmente lo que es Boko Haram. Mi hermana no ha sabido nada más de mí”, refiere.

 

Los casos como el de Hamidou son muy comunes. Actualmente en Níger una chaqueta militar, un cuchillo demasiado grande, un machete y un teléfono móvil con números sospechosos en la agenda pueden convertirse en pruebas irrefutables.

 

Si, además, uno es de origen nigeriano y está en zonas fronterizas, el arresto es casi seguro. Es el caso de Mamadou, de 17 años, de la región de Borno, en el noreste de Nigeria.

 

recuerda: “Mi familia y yo huimos de Nigeria hacia Níger para escapar de Boko Haram. Cuando aún vivía en Níger se me acercaron en varias ocasiones hombres de Boko Haram que querían que me uniese a ellos. Un día los seguí y me explicaron lo que tenían pensado para mí. ‘Una gran misión, una misión sagrada’, decían”.

 

“Querían entrenarme para que después me hiciese explotar en el aeropuerto de Diffa, para matar a muchos de los que ellos llaman ´enemigos´. Yo no les di ninguna respuesta. Llegué a casa y se lo conté todo a mi padre, que no dudó ni un momento: cogimos todas nuestras pertenencias y nos fuimos a Níger”, relata el joven.

 

Una vez en Níger, Mamadou cometió un grave error: contar lo que le había sucedido con Boko Haram a sus nuevos vecinos. “Esas malas personas se lo contaron todo a la policía. No sé por qué, tal vez no se creyeron mi historia. A los policías les dan igual tus razones”.

 

“Si has tenido aunque sea un mínimo contacto con Boko Haram, aunque no hayas hecho nada malo, eres uno de ellos. Así piensan. Pero yo no he hecho nada. Al contrario, me negué a ponerme el explosivo e inmolarme en el aeropuerto”, manifiesta.

 

Se lamenta: “En lugar de premiarme, me arrestan y me mandan aquí. Hace cuatro meses que no veo a mis padres ni hablo con ellos, no tienen dinero para venir a verme a Niamey. Y nadie me puede decir qué va a pasar conmigo. Hay muchos casos como el mío, lo juro. Aquí nadie ha formado parte de Boko Haram, lo juro”.