La Champions League 2003-2004 fue particular: Mónaco eliminó al Real Madrid, Deportivo La Coruña al campeón Milán, Oporto al Manchester United, a manera que las Semifinales se plagaron de cenicientas.

 

Los sorprendentes Oporto, Deportivo y Mónaco, más el Chelsea que bajo la incipiente propiedad de Roman Abramovich, todavía no levantaba título alguno.

 

Sin embargo, el equipo del norte de Portugal era el que mayor cantidad de reflectores acaparaba. Su joven director técnico, José Mourinho, conseguiría al cabo de un par de temporadas una colección de trofeos que muchos de sus colegas más renombrados nunca alcanzarán. Cuando tomó el cargo, apenas dos años y medio antes, el Oporto se encontraba lejísimos de la parte alta de una liga que suele ser asunto de dos o tres. Fue llegar y triunfar: dos ligas consecutivas, una copa, una supercopa, una Copa UEFA (precedente de la actual Europa League) y una Champions League.

 

Por mucho que llamara la atención el futbol sólido, inaccesible, inteligente, solidario, de su equipo, Mourinho acaparaba los reflectores. La misma suficiencia que pronto le convertiría en personaje, su liderazgo, su frontalidad, su inevitable controversia, su semblante, en un entrenador de 40 años que antes no había sido jugador profesional y sí especie de traductor del legendario Bobby Robson en Barcelona.

 

Ese Oporto se coronó y Mourinho se convirtió súbitamente en uno de los estrategas más deseados. Por esos días, Abramovich pretendía de una vez por todas llevar al club Chelsea a la cima. Mou, convertido por el ruso en el DT mejor pagado, asumió ese banquillo y dispuso de una de las inversiones más grandes en la historia de este deporte.

 

Once escasos años en los que ha sucedido demasiado. Once años tras los cuales no es lo bienvenido que pudiéramos pensar en el Estadio Do Dragao.

 

Su estatua ocupa uno de los puntos primordiales del museo del equipo. No obstante, su salida no fue en los mejores términos. Cuando volvió, poco tiempo después, pidió que se le diera seguridad especial e incluso comparó a la ciudad en la que dirigió de 2002 a 2004, con la italiana Palermo (nueva controversia típica del planeta Mou: desde ese día se ganó el repudio de Sicilia, fastidiada de las referencias a la mafia). Aquello estuvo rodeado de un conflicto directo con la barra ultra, pero sus palabras desagradaron a los portugueses, al percibir desdén o traición en quien se marchó para triunfar en la cosmopolita Londres.

 

Oporto se ha consolidado desde entonces como el cuadro más inteligente para comprar y vender futbolistas; unos 800 millones de dólares, que bien pueden comenzar a contarse en la compensación pagada por el Chelsea para que se rescindiera el contrato de Mourinho en verano de 2004. No obstante, difícilmente volverá a reinar como en aquella campaña. En tanto, Mou ha entendido (y exteriorizado) que su casa es Stamford Bridge y no O Dragao.

 

Sonaría muy romántico considerarlo como el regreso a casa del hijo prodigio, del retornar del niño que de ahí despegó para conquistar al mundo, del volver del héroe que nunca sustituyó ese primer amor. Claro está, no es el caso y la recepción tiende a resultar de dividida a hostil.

 

Parte del efecto Mou: dinamitar con su desgaste de relaciones y verborrea, mucho de lo que queda atrás en el camino. Consecuencia inevitable del personaje que empezó a construir justo ahí, en Oporto.

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