La marea ha llegado hasta la antesala de Joseph Blatter y no parece que se vaya a serenar.

 

Jerome Valcke, el segundo cargo más alto de la FIFA, ha sido cesado este jueves. Lo que parecía una serie de acusaciones que no tocarían a individuos en puestos clave, hoy es una erupción cuya furiosa lava quema a las cúpulas más altas de la gestión mundial del futbol.

 

Más allá de haber ejercido durante ocho años como Secretario General de la FIFA, Valcke era el verdadero operador del organismo. Él, y no Sepp, se ocupó de las dos últimas Copas del Mundo: la eficacia, las gestiones, las negociaciones, las exigencias, las relaciones gubernamentales, los contratos televisivos, la política, eran dominio de este francés cuyo primer cargo en la FIFA –antes de lo cual ejerció como ejecutivo de un canal de televisión– fue director de mercadotecnia (bajo su tutela se dio el polémico cambio de tarjeta de crédito oficial, mismo que costó al organismo una indemnización de varias decenas de millones de dólares).

 

Personaje frontal, poco temeroso de resultar políticamente incorrecto, en alguna ocasión lo escuché gritar a un periodista que su pregunta era “mierda”. En Brasil nunca se le perdonó aquella declaración de “¿Por qué tantas cosas están con retrasos? (…) Tienen que darse un impulso, darse una patada en el trasero y organizar este Mundial”.

 

Peor todavía, meses después cometió el siguiente desliz: “Menos democracia es mejor para organizar un Mundial (…) Cuando se tiene a un fuerte jefe de Estado que pueda decidir, como puede ser Putin en 2018 (…) para nosotros los organizadores es más fácil que en un país como Alemania, donde uno debe negociar a diferentes niveles (…) La pelea principal que tenemos es cuando entramos en un país en el que la estructura política se divide, como lo es en Brasil, en tres niveles: el nivel federal, el nivel estatal y el nivel de la ciudad”.

 

Valcke ha caído y, como con todos los federativos hasta ahora investigados o procesados, ha sido por lo que se ha podido. En su caso, por su presunta participación en la reventa de boletos para partidos mundialistas.

 

Lo anterior tiene especial relevancia por una sencilla razón: los primeros siete dirigentes en ser detenidos, cuando en mayo comenzó esta tormenta, fueron acusados de lavar dinero a través del sistema bancario estadounidense. A lo que me refiero es a que con una organización como la FIFA, que no opera con capital público y tampoco cotiza en la Bolsa, es escaso el margen de acción o intervención. Ya pudo la FIFA distribuir a cada pez gordo un bono de la cifra que fuese y ningún ajeno podrá lanzar querella alguna.

 

Por ello, insisto: los han ido agarrando de donde han podido y de lo que sobre la marcha ha surgido. Este mismo jueves fue aprobada la extradición a Estados Unidos del otrora presidente de la Asociación Uruguaya de Futbol y vicepresidente de FIFA, Eugenio Figueredo, por haber aceptado sobornos de una empresa de comercialización.

 

Valcke, en cuyo mail se encontró años atrás la aseveración de que “Qatar compró el Mundial” (él aclaró que se refería al monto gastado en la campaña del Emirato), decía recientemente que “no he visto nada parecido a un mal acto en la administración de FIFA en su relación con la parte comercial”.

 

Para sorpresa general, su destitución no se da por ese rubro que mueve tantos miles de millones, sino por una simple acusación de prestarse a revender boletaje.

 

Ahora sí, Blatter se ha quedado solo. Sin Valcke el todavía presidente pierde su escudo, negociante y operador.

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