Acaso la principal forma de distinguir a un niño de un adulto futbolista, es por esta simple característica: que cuando el primero recibe el balón, no piensa en nada más que la portería rival, al tiempo que el segundo, impregnado de adiestramiento y sensatez, suele divagar entre numerosas y muy calculadoras posibilidades.

 

Entonces vemos a Alessandro Florenzi, elemento de la Roma, recuperar un balón sobre la banda derecha, a mitad de camino entre su área y el medio campo. Antes de que tengamos tiempo de alguna consideración, corre tan despavorido que en escasos tres toques ha avanzado unos buenos veinte metros y supera la mitad de la cancha. Entonces, con un defensor encima, ejecuta lo impensado: un disparo de unos sesenta metros de distancia con curva tan perfecta como para techar al portero y caer dentro de la portería rozando el poste. No lo ha hecho en cualquier partido, sino en plena Champions League. No ha sido contra cualquier sinodal, sino ante el campeón Barcelona.

 

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Su obra de arte ha puesto en pie por un par de minutos al Estadio Olímpico de Roma, y no merecía menos: uno de los mejores goles en la historia de la competición y candidato obvio a gol del año, además de que se trata del menor de los hijos prodigios del equipo. Sólo hay tres jugadores italianos de campo en el plantel de la Roma, todos ellos nacidos en la capital italiana y criados futbolísticamente en esta institución.

 

Lo que se diga del primero y más emblemático, Francesco Totti, queda corto. Próximo a cumplir los 39 años de edad y con más de 26 en el club, es un monumento de carne y hueso. El segundo, Daniele De Rossi, ya tendría categoría de semidiós si no fuera por la proximidad de la sombra de Totti; totaliza catorce temporadas y casi 500 partidos oficiales con el conjunto giallorosso, siempre con un nivel de entrega inaccesible para el común de sus colegas. El tercero, es el muchacho al que este miércoles llegó su jornada de consagración.

 

Como Totti y De Rossi, Alessandro Florenzi es romano de origen y romanista de credo. A diferencia de sus dos modelos, le costó trabajo hacerse con un hueco en el once del equipo e incluso debió madurar durante un año de préstamo en el Crotone de la segunda división italiana.

 

Imposible entender lo que pasó por su mente una vez que le cayó ese rebote en una región tan lejana al arco rival y saturada de uniformes barcelonistas. Lo que podemos intuir es que al empezar a correr, asumió que su momento de algo supremo había llegado. Todo vértigo hacia el frente, no dudó en pintar con su disparo un cuadro propio del Renacimiento: estético y exacto, homenaje a lo que técnica y matemáticas pueden hacer al casarse.

 

Florenzi ascendió a categoría mitológica: en ese mismo estadio que es tan su hogar, que un año atrás recorrió sus gradas en pleno festejo de gol para abrazar a su cumpleañera abuela; en ese mismo club en cuyo escudo Rómulo y Remo son amamantados por la loba Luperca antes de fundar la ciudad que sería capital de Occidente.

 

 

 

 

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