Todos los equipos felices se parecen entre sí, pero los infelices lo son cada uno a su manera, por ponerlo en términos de Tolstoi, que finalmente un equipo es –o habría de aspirar a ser– una familia.

 

Pensémoslo bien y concederemos: por un lado, la monotonía de los festejos, de los goles, de la euforia, que tampoco hay tantas alternativas para mostrarse exultante en la cancha o en la banca, en el palco o en la grada, en el sueño o en la vida; por otro, las miles caras de la derrota, las variedades de purgatorios y condenas, las incontables tesituras en cada debacle y su zozobra.

 

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Bajo tal premisa, la crisis de Chivas es distinta a casi cualquier otra, por aparentemente ilógica. Ya puede durar lustros, ya podemos habituarnos a ella, ya puede ser consecuencia obvia de una inmensa cadena de caprichosas decisiones y planteles mal configurados, ya puede haber certeza de que nada ha tenido que ver el azar y sí la culpa directiva.

 

No obstante, el amante de un equipo considerado grande jamás está preparado para eso y en vano afirmará que aprendió a vivir (o malvivir) bajo esa cruz. Digamos que en el contrato inconsciente que contrae un aficionado con su institución futbolística, hay determinadas cláusulas: alguno acepta descender por rutina a cambio de cierta reivindicación regional o cultural; otro, a atorarse en el ya-merito a cambio de no traicionar la pasión de su niñez; uno más, a no aspirar más que a media tabla a cambio de cierto algo del que sólo los amores eternos (y acaso absurdos) entienden.

 

Lo que el entorno chiva nunca sospechó, fue que la mexicanidad del plantel escondiera tamaño riesgo. De hecho, el rebaño se hizo sagrado por mandar en el futbol nacional y ser el único campeonísimo, sin necesidad de recurrir a legiones extranjeras. Suficiente esfuerzo ya supuso renunciar a los títulos con el pretexto de alinear a puros mexicanos, como para ahora admitir caer de primera división por ese motivo.

 

Descender en las ligas europeas puede atribuirse a la mala suerte, porque un año fatal lo tiene cualquiera. Descender en México sólo se atribuye a la más aguda de las crisis: tres años de resultados paupérrimos que ni siquiera dan como para promediar algo más de un punto de cada tres disputados.

 

El Chiverío no se ha implicado en este desastre por ser netamente mexicano. Mucho antes que a la tradición, los aficionados apuntaran su dedo acusador hacia la directiva. Bien se sabe que cuando Jorge Vergara adquirió las acciones que le dieron control sobre el club, el Guadalajara ya era un reguero de problemas, un cuadro incapaz de honrar a su historia; por ponerlo en términos políticos, un equipo fallido.

 

Sus promesas fueron de grandeza, su discurso fue rodeado de sobradez, sus actitudes fueron las del empresario que amasó una repentina fortuna y está convencido de que ningún reto se le complicará.

 

Hoy, él mismo sabe que ha fracasado. Hoy, él mismo sabe que ya no tiene a quién culpar. Hoy, él mismo sabe que su gestión de trece fatídicos años, con una veintena de cambios de director técnico y muchísimos más en el organigrama, no ha funcionado.

 

Vergara mencionó este lunes que “Ante la tempestad, corregir el rumbo”. Poética –y en su caso, patética– forma de clamar que se ha vuelto a equivocar. Peor aun, considerar desde afuera que más grave que la equivocación, parece el remedio para la misma.

 

Todos los Chivas felices lo fueron o lo son por los logros de otra época. Todos los Chivas infelices tienen en común el comenzar a resignarse a lo peor, a admitir que entre tanta gloria pretérita, el descenso es algo más que una posibilidad y de consumarse no será por vil casualidad.

 

La apariencia absurda de esta hecatombe, empieza a revelarse del todo lógica, y eso es lo más doloroso.

 

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