Pocas veces la narración de un gol tiene sentido de oráculo tan claro: “¡Recuerden este nombre! ¡Wayne Rooney! ¡Una nueva estrella ha nacido junto al río Mersey!”.

 

Sucedió en octubre de 2002. El delantero de 16 años había entrado al partido contra el poderoso Arsenal a falta de 10 minutos. En los instantes finales efectuó una deslumbrante recepción de balón, se generó el espacio y disparó de media distancia pegado al travesaño, dando la victoria al Everton.

 

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Cultura futbolística habituada a encumbrar pronto a sus nuevos talentos y de inmediato visualizarlos en la cima, Inglaterra se rindió al rechoncho adolescente que tenía un misil en la pierna derecha. Las comparaciones obvias eran con Michael Owen, otro muchacho surgido de la ciudad de Liverpool y de semejante precocidad para apurar procesos deportivos (malísima suerte con las lesiones, incluso el del declive que le llegó demasiado rápido).

 

Meses más tarde de ese, su primer gol en la Liga Premier, me tocó ver de cerca a Rooney casualmente en otro partido frente al Arsenal, esta vez en el ya desaparecido estadio londinense de Highbury.

 

Mantenía el semblante de niño malcriado; cachetes rosados que le aferraban a la niñez y desconfianza en los ojos que remitían a la pubertad, pero ya era una personalidad que acaparaba premios e incluso había debutado en la selección mayor de Sven Göran Eriksson.

 

Con arranques de indisciplina, con una evidente tendencia a engordar, con los inevitables escándalos que persiguen al niño que se hizo millonario súbitamente. Por ello lo mejor que le pudo haber sucedido y acaso su salvación, llegó tras la Eurocopa 2004, en la que anotó cuatro goles y fue titular: fichar por el Manchester United.

 

Sólo con un director técnico tan autoritario y formativo, sólo con un mentor que le pusiera en duda y desafiara permanentemente, sólo en un entorno en el que asimilara su rol subordinado a una autoridad y su necesidad de madurar, Rooney logró alcanzar otros niveles.

 

Choques, hubo bastantes. Sir Alex Ferguson especifica en sus memorias que “en el minuto que un jugador del Manchester United piensa que es más grande que el entrenador, se tiene que ir”, y relata cuando Rooney le sugirió contratar a Mesut Özil: “mi respuesta fue que no era asunto suyo a quién debemos buscar. Le dije que su trabajo es jugar y desarrollarse”.

 

Hacia finales de 2011, Wayne salió una noche en la que implícitamente le había sido indicado quedarse en casa. Ferguson prescindió de él en el siguiente partido, con tan mala suerte que se saldó con derrota. Mensaje obvio: preferible perder puntos, pero no el control del plantel.

 

Con menos de 30 años de edad, Rooney se ha convertido esta semana en el goleador histórico de la selección inglesa. Atrás han quedado personajes como Sir Bobby Charlton (campeón del mundo en 1966) o Gary Lineker (campeón de goleo en México 1986).

 

Las palabras del narrador en aquel partido de 2002 que puso fin a una racha de treinta cotejos sin derrota del Arsenal, se han convertido en realidad. Era necesario memorizar ese nombre, ahí nació una estrella.

 

Estrella, no obstante, que siempre ha estado un escalón debajo de los más grandes, como ha acontecido cíclicamente con los mayores talentos surgidos en Inglaterra.

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