Quizá antes de ver las imágenes de la Bombonera de Boca atascada y conmovida para dar la bienvenida a uno de sus hijos prodigios, a su “último ídolo”, al apodado “jugador del pueblo”, sea necesario darse una vuelta a Fuerte Apache, villa miseria o barrio precario de donde es originario el crack en cuestión.

 

Quizá, si para tal visita no hay posibilidad u ocasión, agallas o valor, interés o tiempo, haya otro punto de partida: entender la identidad del pueblo argentino, y sobre todo de su futbol, con base en el “villero”, el pibe marginal, el muchachito al que el país que alguna vez clamó ser “la séptima potencia del mundo”, traicionó criándolo de la peor de las formas. A más idealización de lo que sucede en esos abandonados reductos, en sus rutinas, en su argentinidad, mayor será la comprensión de este amor.

 

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A más relación establecida con el futbol, también: Maradona anotando con la mano a los odiados ingleses no era un jugador, como la mayoría, dispuesto a engañar al árbitro para superar una eliminatoria mundialista; era un “villero” derrotando al imperio invasor con el ingenio del que ha de ganarse la vida a diario, con la picardía del que nada tuvo y nada tendrá, con la rebeldía del que no se deja domar por el poder, con el aplomo del que antepone la causa popular a todo. Como lo pusiera Gustavo Bernstein en el libro Maradona. Iconografía de la patria, “ante la torpe opresión de la norma, la pureza inmaculada de la trampa”, o páginas después, “el ser nacional, dogma moral que sintetiza la figura emblemática de la patria”.

 

Quizá si eso no ha bastado para comprender cómo 10 mil personas se quedaron el lunes sin lugar en el estadio para la presentación del hijo que retornó a casa, que hubo lágrimas y pancartas de “dejó su corazón en la Boca y volvió para buscarlo”, que el mismo Maradona acudió a su palco con la manta “Gracias Carlitos por volver”, entonces sea imprescindible analizar su biografía.

 

Carlos Tévez nació en Fuerte Apache; abandonado de madre y huérfano de padre, fue criado por sus tíos; siendo un bebé sufrió un accidente de cocina que derivó en una amplia cicatriz; tiene familiares muy cercanos que han estado enredados en crímenes y adicciones; llegó adolescente al equipo del pueblo, Boca Juniors, pero ahí permaneció poquísimo tiempo.

 

A los 21 años comenzó un periplo tan precoz como dilatado: Corinthians en Brasil; West Ham, Manchester United y Manchester City en Inglaterra; Juventus en Italia; en todos los sitios resultó consentido e idolatrado, porque no hace falta ser argentino o buscar identidad en las villas miseria, para hallar en él lo que todo aficionado sueña con ver en la cancha: futbol y garra a raudales, espíritu combativo, goles a golpe de pasión.

 

 

A una edad en la que debería estar firmando su mejor contrato en Italia, España o Inglaterra, Tévez ha decidido volver a casa, ha dado la espalda a los tiburones europeos, ha confirmado que su sitio de pertenencia y esencia no cambia; en definitiva, se ha comportado acorde con el script que del ídolo popular se espera. Todo un episodio del “Viaje del héroe”, del arquetipo jungiano, y en carne y hueso, y en gol y balón, y en albiceleste y xeneize.

 

Lo que venga, es de difícil pronóstico, aunque será difícil que el camino o la meta igualen al inicio. Tévez declaró tiempo atrás: “Soy ciento por ciento villero. Si no fuera por el fútbol, yo hubiera terminado como muchos chicos de mi barrio. Estaría muerto o en cana (en prisión), o tirado en la calle por ahí, drogado”. El mismo Tévez que se negara a una cirugía estética para borrar su cicatriz, porque dice que prefiere no olvidar: ni el percance en la infancia en Fuerte Apache, ni el sitio de origen en donde no tenía zapatos para jugar futbol.

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