Nunca sabremos si fue destino o intencionalidad lo que adhirió esos episodios de los que se han cumplido 10 años esta semana. Seis de julio de 2005, los Juegos Olímpicos de 2012 eran otorgados a Londres tras imponerse con no poca sorpresa y por escasísimo margen a la favorita París (54 votos contra 50). Siete de julio de 2005, una serie de ataques coordinados en el transporte público sacudían a la misma capital; fallecían más de 50 personas y arriba de 700 resultaban heridas.

 

La alcaldía de Londres, diseñada por Norman Foster, es una futurista cápsula con espectaculares vistas del río Támesis. Justo en su último piso, en el que resulta adictivo salir al balcón y contemplar el Towerbridge, la Catedral de St. Paul o el edifico apodado Gherkin concebido por el propio genio de Foster, me encuentro con una mujer de mirada difícil de descifrar. Un pequeño borde en el piso impide a su silla de ruedas avanzar hacia afuera, aunque mucho antes de que alguien se atreva a ayudarle, ella, enérgica, ya brincó el obstáculo y me saluda con la primera sonrisa que le veo.

 

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El común de los entrevistados que han pasado por un episodio tan traumático como el de Martine Wright, suelen poner ciertas trabas a compartir el recuerdo e, incluso, con obvio derecho, eludirlo. Todo lo contrario, basta con que le diga a Martine, “Felicidades por tu convocatoria para jugar en los Paralímpicos… ¡Vaya viaje!”, para que comience a hablar y gire hacia la ribera norte del río: “Lo que ha sido este viaje… Hace siete años yo estaba en camino al trabajo. Que de hecho mi trabajo era justo en ese edificio, ahí (se pierde un momento contemplando el paisaje y cerciorándose de haber señalado al lugar preciso).

 

Y todos leíamos sobre los Olímpicos esa mañana en los periódicos porque habían dado un día antes la sede olímpica a Londres… Y ahora estoy aquí, hablando contigo, frente a ese edificio, al que iba en esa fatídica mañana, y formo parte de la delegación paralímpica británica. Creo de verdad que yo tenía que tomar ese viaje. Empezó esa mañana, cuando perdí las piernas. No creo haber estado por casualidad en ese vagón, creo que iba ahí por una razón, y la razón es esta”.

 

Imponente en su discurso, noto que detrás de la cámara escuchan otros voleibolistas, tanto de la selección varonil como la femenil, así como personas que, supongo, trabajan en el ayuntamiento.

 

Respira profundo y ahora habla más lento de lo que sucedió luego de haber sido la última persona con vida rescatada de ese vagón y tras diez días de coma: “Despertar en el hospital, darme cuenta de que ya no tenía piernas, fue lo más duro, lo más traumático con lo que debí lidiar.

 

Luego supe que habían muerto 52 personas ese día, de lo cual yo no tenía idea, mientras estaba en el hospital no tenía idea, y entonces comprendí que tenía dos opciones. Escoger, acostarme, no volver a caminar, sentir lástima por mí. O salir y decir, ´vean, yo tuve opción, mucha gente que iba conmigo ese día murió y no pudo elegir´. Tengo suerte, tengo suerte de ser parte de este viaje. Tuve mala suerte de ir en ese vagón, pero muchísima suerte de sobrevivir y ahora estoy alcanzando sueños y logrando cosas que nunca soñé”.

 

Del desempeño de ese equipo británico de voleibol femenil, hay poco que decir. Quedó en último sitio, incapaz de ganar un solo set. De lo que supuso observar a Martine Wright en el desfile de la inauguración de esos Paralímpicos, toda palabra queda corta y vacía, tendiente al cliché.

 

Dos episodios adheridos en el calendario, impredecible y dramático ciclo que cerró Martine en el Estadio Olímpico. Su 7/7, como se conoce en la Gran Bretaña a la fecha, es distinto. Su 7/7 es el único homenaje válido a quienes ahí perecieron: valorar la existencia, hallar sentido al viaje.

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