Hubo un día en el que los griegos célebremente gritaron que no. Fue el 28 de octubre de 1940 cuando se negaron a ser aliados del fascismo, con lo que en automático se convirtieron en enemigos del eje Hitler-Mussolini. Horas más tarde eran invadidos mientras celebraban manifestaciones populares bajo el orgulloso rugido de “Ochi!” (“¡No!”).

 

 

Me mudé a Atenas unas semanas antes de la conmemoración del “Epeteios to ochi” (“Aniversario del no”) de 2003, aunque lo recuerdo con claridad porque fue la primera vez en que, durante las marchas de ese día, presencié protestas estudiantiles en contra de albergar los Olímpicos en Grecia. Más de medio siglo después, el ochi de 1940 seguía sirviendo de ejemplo y a él se recurría en las más variadas reivindicaciones; ochi podía significar muchas cosas, empezando por dignidad y libertad.

 

 

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Foto: AP

Al preguntar por el simbolismo de la efeméride entre colegas, vecinos, conocidos, las respuestas variaban, aunque siempre se recargaban en los ideales de los antiguos atenienses, en los valores heredados por siglos, en el haber sido precursores de casi todo lo que dio forma a Occidente. Poco importaba que el primer ministro durante el ochi de 1940, Ioannis Metaxas, hubiera sido todo menos democrático: en ese grito se evidenció el apego a la democracia parida a los pies del Partenón. Mientras que buena parte de Europa había dicho que sí al terror nazi-fascista, a ser comparsa bajo el argumento de “no tengo opción”, a deportar judíos y gitanos, la pequeña nación griega había osado negarse y eso nadie en la historia lo cambiaría.

 

 

En aquel momento debatíamos personas de varias nacionalidades (muchos de ellos estudiantes Erasmus, el programa de intercambio universitario para fomentar la integración) si Turquía debía de incorporarse a la Unión Europea; justo cuando estaban por ingresar al Mercado Común diez países del este del continente, los euroescépticos eran pocos; más bien, el optimismo se percibía en casi cada rincón de la eurozona con el convencimiento de que In Varietate Concordia (“Unidos en la diversidad”, eslogan de la alianza), era el remedio tras tantos siglos de sangre y la respuesta a los desastres de George W. Bush en ese año de absurdos bombardeos.

 

 

Un amigo local aseveró que Europa empieza en Grecia, tan distinto, según él, a que Europa termina ahí. En términos mitológicos, Europa había sido seducida y raptada hacia la isla de Creta por Zeus disfrazado de toro. En términos prácticos, los griegos vivieron en la mediterránea convergencia de todo; tantas influencias e inestabilidades los acercaron y alejaron siempre de ese continente en el que veían la continuación del saber de sus ancestros: su filosofía y teatro, sus debates políticos y científicos, su ética y estética.

 

 

Nadie ahí hubiera podido pensar en una Europa sin Grecia. Incluso, presumía mi amigo griego, la moneda llevaba la grafía helena de Ευρώ, único idioma al que se dio esa concesión en reconocimiento, recalcaba exaltado, por ser cuna de todo.

 

 

En ese momento no hacía falta saber de economía para entender que Grecia estaba lanzándose por un tremendo tobogán. Los Olímpicos, en su horror de planificación y sus demoras, en el costo exponencial que supuso la seguridad en los primeros Juegos post once de septiembre, agotaban fondos que la Unión Europea había cedido para causas muy distintas. La resaca llegaría, pero antes se disfrutaría, y a qué dimensión, del dionisiaco jolgorio deportivo.

 

 

Este domingo los griegos volvieron a tener una cita decisiva marcada por el ochi. Muchísimos de quienes participaron en el referéndum lo hicieron con alguna memoria consciente o inconsciente de aquel 28 de octubre de 1940: bajo el argumento de que, más allá de lo que esa resultado desencadene (que no será poco), su dignidad y libertad van primero. Sabedores, además, de que pasara lo que pasara, esa moderna condena de Sísifo no terminará, que ochi o nai (“sí”), seguirán padeciendo.

 

@albertolati

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