Me tocó estar a unos metros de Arturo Vidal cuando el lunes brincó a la cancha del Estadio Nacional para enfrentar a México. Me tocó escuchar, al volumen que en ese momento él mismo lo hacía, las aclamaciones, el delirio, las ovaciones dirigidas a su persona. Me tocó verle de cerca la mirada orgullosa cuando corría hacia las gradas festejando un gol y decenas de miles lo convertían en centro del planeta.

 

Quizá por eso puedo intentar un esbozo de lo que vivió el jugador de la Juventus, acaso algo similar a lo que ha sucedido a numerosas estrellas populares (deportistas, actores, rock stars), se hayan accidentado o no. A 170 kilómetros por hora, habiendo bebido alcohol, a bordo de su Ferrari, Vidal se sintió intocable.

 

AP_FOTO LATI

 

Para quienes la vida ha ido a tal velocidad, no debe de ser fácil asumir todo lo que sucede alrededor. Días atrás estuve en la barriada donde nació el mundialista chileno. Lo anecdótico, que la cama en la que soñó con ser futbolista, estuviera a no más de cuatro metros de la portería de una cancha de tierra. Lo fundamental, recapacitar en las privaciones y el contexto bajo los que creció.

 

Desafortunadamente, Vidal no es el primer futbolista en vivir ese síndrome de adolescente convencido de que a él nada le pasará, en tener esa falta de conciencia, en correr semejante riesgo. Por ello debe efectuarse un inmenso énfasis en educar, convencer, orientar, a quienes son subidos de un empujón a la cima.

 

Otro tema muy distinto es lo que a partir de este miércoles enfrenta la sociedad chilena. Algún editorial local se refería al perdón otorgado a Vidal por el seleccionador nacional, Jorge Sampaoli: “puede ganar la Copa América, pero ha perdido a Chile”.

 

La Fundación Emilia, que se ocupa de combatir los casos de conducción bajo efectos del alcohol (de ahí viene la llamada Ley Emilia, que obligó a Vidal a pasar la noche bajo custodia), se mostró desencajada por el manejo del tema, por la absolución deportiva, por la posibilidad de jugar este mismo viernes con su selección.

 

Afuera de los juzgados me encontré con un ambiente de apoyo desbordado hacia el jugador. “¡Vidal, Vidal, te queremos ver jugar!” era el canto recurrente, al tiempo que los aficionados insistían: “Venimos a apoyarlo, que lo queremos, y que todos somos seres humanos, todos cometemos errores”; “al narco compadre, lo dejan libre al tiro. Vidal que es un grande para el futbol chileno, lo están corrigiendo, no ha muerto nadie”; “aquí venimos a disfrutar un sentimiento, que se equivocó y que le den otra oportunidad, que vuelva a jugar el viernes”.

 

Para su alegría, le fue retirada la licencia para conducir, pero no así la licencia para jugar y continuará en la Copa América. Jorge Sampaoli solía ser visto como director técnico apegado a férrea disciplina e inflexible con cualquier salida de tono (alguna vez castigó de gravedad a un convocado por quedarse dormido y llegar tarde). Con Vidal, sin duda, ha medido diferente, aunque él mismo justifique: “que a lo mejor cometió un error que para nosotros no es tan determinante para excluirlo (…) no creo que tenga tanta magnitud como a lo mejor se ha querido manifestar”.

 

Afortunadamente Vidal salió ileso. Más afortunado será si él y todos quienes se enfrentan a una realidad tan surreal, logran calibrar los riesgos en que incurren.

 

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