Cosa común de los poderosos eso de pensarse más allá de las dudas, a salvo de las avalanchas, eternos en su mandar.

 

Como muchos otros estadistas de dilatada gestión, Joseph Blatter tiene que haber visto subir las aguas, pero acaso pensando que hasta su cuello de ninguna manera llegarían. Ya hundirían a algún que otro alto directivo, ya arrasarían con personajes de relativa importancia, ya ventilarían el enésimo episodio de corrupción, el enésimo escándalo, el enésimo absurdo. Pero él, César del balón, Faraón de la criatura que genera más dinero, Emperador del futbol, Rey con miles de millones de súbditos, de ninguna forma.

 

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Quizá por ese motivo le gustaba tanto que se refirieran a él como “presidente”, truco del que me beneficié en demasiadas ocasiones en las que buscaba atraerlo para una entrevista o declaración exclusiva –y normalmente funcionó, al grado de que en el sorteo de grupos del Mundial 2006, inclusive accedió a seguirme, brincando vallas e hileras hacia el estudio que instaló Televisa en Leipzig. Porque, a diferencia del común de los directivos del deporte, Sepp Blatter no admitía trato distinto que el otorgado a primer ministro o presidente de nación del G-8. La mejor suite, la mayor limosina, la más grande de las distinciones y condecoraciones, la más rutilante de las recepciones.

 

Venció a la voluntad de la familia Mandela al conseguir que el senil y muy deteriorado Madiba grabara un discurso para el sorteo de grupos de Sudáfrica 2010 y luego atravesara la cancha en la final en un carrito de golf. Sometió a Dilma Rousseff cuando diversos niveles del gobierno brasileño protestaban contra la firma de la Lei Geral da Copa, acta que obligaba a contravenir ciertas regulaciones locales con motivo del Mundial 2014. Acercó lo necesario a los políticos coreanos y japoneses no en nombre de la paz, sino de la viabilidad del único torneo mundialista que ha sido compartido por dos países.

 

Hizo que mandatarios de todo continente se formaran ante su puerta, le pidieran una audiencia, le rogaran sus simpatías, le aclamaran cual profeta. El mismo gobierno británico que la semana pasada pedía su renuncia a través del premier David Cameron, se molestó por la emisión de un documental de la BBC que airaba la corrupción de la FIFA en vísperas de la votación para los Mundiales 2018 y 2022, bajo el entendido de que eso restaría posibilidades a la candidatura inglesa.

 

Todo aquel que ha reinado por décadas, tuvo un momento, tuvo una decisión, tuvo un factor, que terminaron por resultar fatales para su continuidad. Alguno con el alza del precio de determinado artículo o impuesto, aquel con la represión a quienes sólo pedían diálogo, otro más con una guerra sangrante para la moral y las finanzas públicas, la mayoría por no permitirse escuchar, por sentirse intocables, por subestimar al contexto. Blatter sabrá que su larguísima propiedad del balón comenzó a tambalearse el día en que decidió que dos sedes se eligieran en la misma asamblea.

 

Ese dos de diciembre de 2010, en el que rusos y qataríes celebraron en Zúrich, serviría para que Sepp se ganara suficientes apoyos como para continuar en el trono mientras así lo quisiera. Desde entonces conquistó dos reelecciones; en la primera, en 2011, no tuvo rival al ser echado de la contienda Mohammed bin Hamman, por violar el código de ética del organismo (mismo personaje que encabezó los esfuerzos de Qatar para quedarse con el 2022); en la segunda, apenas cinco días atrás, arrasó como si de nuevo su nombre hubiera sido el único en la boleta.

 

La existencia del programa Goal, con los millones que reparte por el mundo para desarrollar el futbol en sitios rezagados, era un mecanismo perfecto para su longevidad en el poder, para tener a los electores contentos, para garantizar su perpetuidad. Millones depositados a los monstruos que tiranizaban a Myanmar, millones a Leo Mugabe sobrino del dictador de Zimbabue y ex presidente de la federación local de futbol, millones a islas en el Caribe, en el Pacífico o en el Índico, que al fin todos los votos cuentan igual en esas cumbres electorales.

 

Corrupción en la elección de sedes ha habido casi siempre y en ese festival del soborno han bailado países de todo tipo, cultura, tamaño –el 2006 para Alemania es tan dudoso como el 2022 para Qatar, así como Henry Kissinger llegó a quejarse de que tratar con la FIFA le daba melancolía de resolver conflictos en Medio Oriente. Favores, intercambios, transferencias bancarias, regalos, acuerdos más allá de lo que podemos entender (como el que reunió a Michel Platini y Nicolás Sarkozi con el príncipe heredero de Qatar; sí, el mismo Platini que hoy se vende como paladín de la transparencia)…, y mucho poder.

 

El error de Blatter fue no entender que esta Primavera-FIFA, ya con tan altos cargos arrestados, ya con el FBI implicado, ya con demasiados enemigos acumulados, llegaría hasta él y que su firme pulso no bastaría para frenarla. La ola no se conformó con ahogar a algunos de sus asesores o titulares de confederaciones continentales. Tsunami acelerado hacia él, aunque muy posiblemente termine por relevarlo con algún personaje similar. Porque es iluso quien piensa que se trata sólo de Blatter: es todo un sistema.

 

 

 

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