Quizá no sea adecuado –o al menos natural– tener choques entre equipos de la misma ciudad en plena Champions League. Máxime, si estos se han visto las caras seis veces ya en lo que va de la presente temporada y otras cinco en la anterior. En el mejor de los casos hay tedio y en el peor extenuante fastidio ante el hecho de hallar una y otra vez al mismo rival, como si se tratara de una final de ajedrez (y, aun ahí, en 1984 se suspendió el duelo Karpov-Kasparov tras 48 partidas y seis meses sin ganador).

 

Eso quiso el sorteo y por ello tuvimos el enésimo episodio reciente de la misma rivalidad, palabra que, a la vista de lo sucedido en la ida en el estadio Vicente Calderón, bien podría colarse en la ley química de Lavoisier: “la rivalidad no se crea ni se destruye, sólo se transforma”.

 

Foto Lati_AP

 

Y la transformación es notable; porque los planteles son vastos pero sus principales figuras imprescindibles; porque muchas de ellas estuvieron ausentes o disminuidas en los derbis madrileños de meses atrás; porque la temporada es larga y sus momentos son muchos: en racha colectiva, en condición física, en fortaleza mental, en variantes e inspiración, en técnica y fortuna. De ahí que logremos entender cómo lo que finalizó 4-0 colchonero en febrero, para abril tuvo un primer tiempo que pudo ser de 0-4 merengue.

 

La mejor noticia para el Real Madrid ha sido volverse a notar capaz de robarle el medio campo, las ideas y el balón a un equipo especializado en incordiar, en incomodar, en obstruir sus arterias futbolísticas; la peor, que como la última vez que lo logró ante un grande (en el clásico contra el Barcelona) eso no le bastó para mayor premio. Una y otra vez sus ofensivos se estrellaron con un portero, el juvenil esloveno Jan Oblak, que lo detuvo todo.

 

Semejante fluidez de futbol tiene caducidad y la capacidad blanca caducó hacia el último cuarto del cotejo. A partir de entonces, todo lo atlético revistió mayor peligro, aunque, en este caso, sin verdaderamente inquietar a Iker Casillas hasta un remate hacia el minuto final.

 

Un cero por cero que es vaso más vacío que lleno para los dos bandos, explosivo coctel para la vuelta en el Bernabéu. El Atleti no ha logrado sacar ventaja en casa, aunque sabe que todo lo que anote en patio ajeno valdrá el doble. El Madrid ha sobrevivido a un estadio hostil, especie de campo minado en el último año, mas deberá sostener con pinzas y entre algodones (como en laboratorio, con esa perenne materia que es la rivalidad) el delicado encuentro de vuelta.

 

Dice Carlo Ancelotti con ese sonsonete más adecuado para operas que para conferencias de prensa, más para paseo en góndola que para aludir al futbol, que de los peores resultados posibles, éste ha sido el mejor. Curiosa manera de definirlo. La realidad que nadie podrá negar es que por delante hay demasiado sufrimiento, un exceso para quienes traen a cuestas tan pesada temporada y ya siete derbis.

 

Quizá alguna parte de los dos contendientes fantasea con el ingreso de un dirigente del ajedrez a mitad de la vuelta para decirles que, como con Karpov y Kasparov en 1984, esto se ha suspendido por agotamiento y se pueden retirar en paz. Sucede que incluso con esa medida, todos, como en su momento los dos grandes maestros rusos, se irían frustrados: porque todos están convencidos tras la ida de que pueden vencer.

 

 

 

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