El Nobel de Literatura de 2011 se despidió en la tranquilidad de su casa, un piano a su lado y la blancura del cielo nórdico. Tomas Tranströmer recibió el reconocimiento del mundo como poeta de la belleza parca del invierno, la melancolía y la contemplación religiosa.

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Bernardo Pérez

 

Tranströmer (15 de abril de 1931 – 26 de marzo de 2015), un poeta primaveral en tono de la. Leer sus versos evoca la imagen de su natal Suecia, esa nación en la que la Historia pareció detenerse tras la Segunda Guerra Mundial. Su poesía fue acusada de no arraigarse a su época, lo cual le mereció Tranströmer el apodo tanto irónico como favorable de poeta gavilán, pues parecía que su visión del mundo ocurría desde las alturas.

 

A diferencia de la gran mayoría de sus contemporáneos, Tranströmer escribió durante –pero no en– la Guerra Fría, cuando se le exigía a los artistas, si no compromiso, por lo menos una declaración de principios. Los principios del poeta nacido en Estocolmo, criado en medio de un archipiélago, en la isla Runmarö, fueron la naturaleza, las metáforas cristalinas, el ocaso nórdico, la vida como un cometa con cabeza y cola.

Mujan Suslin / AP

 

En medio de esas coyunturas Tranströmer pudo erigir una poesía contemplativa, donde influyeron tanto los versos de Horacio, como el clasicismo y la vanguardia. Su obra poética es única por su capacidad de –según algunos de sus lectores–capturar la “retórica del ahora”. Un presente atemporal, asentado en el siglo XX pero que le habla a todos aquellos que han reconocido que la vida merece vivirse.

 

Su relación con la poesía comenzó en el bachillerato, durante los años cuarenta, cuando en sus clases de latín conoció a Catulo y a Horacio. Ahí aprendió que la forma, el sonido, podía volver elevado lo que era decrépito.

 

Después estudiaría múltiples disciplinas en la Universidad de Estocolmo. Aunque había decidido que sería poeta, también buscó su sustento económico como psicólogo, y también encontró lugar para otras dos pasiones, la entomología (hay un escarabajo nombrado en su honor: Mordellistena transtromeriana), la traducción y el piano. Como psicólogo profesional mantuvo su contacto con las fuentes del lenguaje, los sueños y el planeta interior de los individuos –trabajó en un centro de detención juvenil– sin tener que abandonar la pasión por la literatura.

 

Ese eclecticismo lo llevaría, por su propia ruta, hacia la poesía de vanguardia. Horacio conectaba sin problemas con la poesía de René Char, Oskar Loerke y Einar Malm. Más tarde añadiría otros registros como el haiku, los poemas en prosa o en versículos. Lo natural en su poesía es la armonía entre lo cotidiano y lo innombrable: “Cada persona es una puerta entreabierta / que lleva a una común habitación. / Bajo nosotros, la tierra infinita. / Brilla el agua entre los árboles. / La laguna es una ventana a la tierra”. (“El cielo a medio hacer”; versión de Roberto Mascaró)

 

En español tenemos el privilegio de leerlo de la mano de sus dos traductores: Francisco Uriz y Roberto Mascaró. Este último, responsable de la compilación de su poesía en la editorial Nørdica –especializada en literatura escandinava– en dos volúmenes, El cielo a medio hacer  y Deshielo a mediodía, así como el volumen autobiográfico Visión de la memoria. En esos dos compilatorios están su primer plaquette, 17 Dikter (17 poemas), publicada en 1954 y considerada uno de los grandes debuts del siglo pasado; hasta su último libro, Den stora gåtan (El gran enigma), publicado cincuenta años después.

 

La base de lectores que conocían a Tranströmer antes del premio no era grande pero sí significativa. Legó al mundo 15 poemarios, traducidos a más de 50 lenguas (lo cual hace más enigmático su status como autor de culto), todo un hito para un poeta sueco cuya lengua se encuentra a gusto en la endogamia de la literatura escandinava.

 

Tranströmer fue conocido por Octavio Paz, quien lo trajo a México a uno de sus festivales de poesía. Seamus Heaney y Joseph Brodsky cultivaron su obra antes de que el sueco fuera reconocido con el Nobel. Gran parte de su fama escondida se explica en un volumen que publicó en 2001, Air Mail, su correspondencia con el poeta Robert Bly, nexo con el mundo anglófono.

Foto: Ullan Montan / Albert Bonniers

 

En los últimos veinte años de vida no pudo ejercer la facultad primigenia del poeta, el habla, debido a una parálisis parcial. Esto no detuvo la escritura de otros poemarios, y en el mismo año de su enfermedad recibió el primer Neustadt, una presea a la literatura universal que ya anunciaba el futuro Nobel. En esos años de silencio verbal se dedicó al desarrollo de otro arte de la pureza: la música, específicamente el piano, instrumento en el que era capaz de dar recitales únicamente con su mano izquierda.

 

Uno de sus mejores poemas, Fúnebre góndola (traducida por Aline Pettersson y Petra Brunius) entrelaza ambas pasiones. Basado en una pieza de Franz Liszt, a la vez que en el último encuentro del pianista con Richard Wagner en Venecia –el alemán era su yerno y su deudor–, Tranströmer conecta este episodio con su impotencia ante la pérdida del lenguaje: “Soñé que dibujaba unas teclas de piano / sobre la mesa de la cocina. Aunque mudas, yo las tocaba / y los vecinos venían a escuchar”. El malestar, sin embargo, no se convierte en esa góndola negra y pesada que recorre el poema, sino en una nueva experiencia vital que ocupa su cuerpo pero no su alma.

 

Ese estoicismo y la gratitud de  su vida postrera ya se veían reflejados en otro poema llamado Pájaros del alba: “Fantástico sentir cómo el poema crece / mientras voy encogiéndome. / Crece, ocupa mi lugar. / Me desplaza. / Me arroja al nido. / El poema está listo”. Si, como Tranströmer lo profetizó en otro lado, algún día los muertos van a cambiar de lugar con los vivos, el poeta está listo.

 

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