Como toda historia de amor-odio, esta se sustenta en casualidades, que de otra forma la relación de la que hablamos hoy jamás habría pasado de un extremo pasional al otro.

 

“¡Oh, soy juguete de la fortuna!”, frase que el hoy director técnico barcelonista, Luis Enrique Martínez, podría pedir prestada al Romeo de Shakespeare. En su caso, hubo demasiadas circunstancias y coincidencias, casi podríamos decir que caprichos y empecinamientos del azar (sí, shakespearianos jugueteos del destino), para que cambiara la casaca merengue por la blaugrana en 1996.

 

Hasta un año antes de tan inesperada metamorfosis, Luis Enrique era tenido por pilar fundamental del futuro madridista. Indiscutible en la selección española con 24 años, en su mezcla de temperamento y talento se definía el nuevo sentido de la furia ibérica.

 

El veinte de marzo de 1996 fue titular con Real Madrid ante la Juventus en la vuelta de los cuartos de final de la Copa de Campeones. Vistiendo el nueve a la espalda (recordemos que esa fue la última campaña en la que no hubo dorsales fijos, sino que los titulares del día se numeraban del uno al once), resultó amonestado en esa nueva eliminación blanca de Europa.

 

COLUMNA LATI LUIS ENRIQUE

 

Un día después y sólo volver de Turín, nadie daba crédito: Luis Enrique pasaba pruebas médicas en una clínica de la ciudad de Barcelona. En el momento más explosivo, llegaba a su fin el contrato que lo había llevado al Bernabéu en 1991: precisamente cuando la sentencia Bosman entraba en vigor y todo aquel que finalizara convenio era libre de marcharse a donde deseara. Es verdad que la directiva blanca se arriesgó al no renovarle antes, tanto como lo es que nadie podía imaginarlo huyendo al territorio más hostil, el Camp Nou, erigiéndose en una especie de tránsfuga.

 

Luis Enrique fue uno de los pioneros al beneficiarse del caso Bosman y el primer fichaje cero (como se llamó a esa llegada sin pago de traspaso) entre acérrimos rivales. La calidad de su futbol escalaría en las ocho temporadas que jugó hasta retirarse en el Barça; sin ser un delantero clásico, se convertiría en el duodécimo máximo anotador en la historia del club y terminaría portando esa capitanía con gran dignidad. ¿Una de sus especialidades? Anotar en específico al Madrid y festejar desafiantemente esos goles ante la grada del estadio Bernabéu.

 

Es evidente que si su contrato no hubiera vencido al mismo tiempo que entraba en vigor la ley Bosman, nada de esto hubiera sido posible, lo mismo que si esa campaña 95-96 hubiese sido tan alegre en el cuadro merengue como la anterior, cuando ganaron la liga y Luis Enrique entró en el once ideal de la competición.

 

Vueltas indispensables para que el amor eterno se convierta en rompimiento y luego en odio, cuando el asturiano pasó sin escala de la titularidad blanca en una noche europea a las pruebas médicas en la clínica catalana, sabía que emprendía un viaje sin retorno.

 

Tras no pocos problemas en el inicio de su gestión como DT del Barça (a cuyo filial dirigió precisamente cuando Pep Guardiola fue subido al primer equipo en 2008), ahora le toca recibir a su antiguo club en el partido más mediático del planeta.

 

Demasiadas cuentas pendientes y acaso algo del viejo amor nutriendo al enardecido odio, al son de lo que en ese matrimonio pudo ser y ya jamás sería. Un juguete de ese destino que se empecinó dos décadas atrás en llevar a Luis Enrique de una trinchera a la otra en el mayor clásico.

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