Mario Bellatin (Ciudad de México, 1960) acaba de ser galardonado con el Premio Casa de las Américas por su novela El libro uruguayo de los muertos (Sexto Piso, 2012). Recibió el reconocimiento con un gesto tranquilo, cercano a la indiferencia, como si no fuera el autor de ese libro. A lo largo de su carrera, Bellatin ha puesto entre su obra y los lectores un juego de máscaras e identidades en torno a la dualidad escritor/autor; una serie de espejos donde se difumina el artista detrás del nombre que aparece impreso en las portadas de sus libros.

 

Su obra es una especie de biografía fantasma que se mueve (y este es el verbo clave) entre varias obsesiones: el cuerpo, la enfermedad, la muerte, el ejercicio de la escritura como acto físico. Y aunque ese juego de espejos parezca hermético, lo que más le importa a Bellatin es que sus libros sean leídos de principio a fin, que sean una experiencia compartida entre él y el lector.  El autor de Salón de belleza, Flores, Lecciones para una liebre muerta, El hombre dinero, y Jacobo, el mutante, entre muchos otros relatos, espera que el lector se convierta en coautor de sus libros inclasificables.

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La casa de Mario Bellatin está presidida por una mesa grande y larga en la que se amontonan libros, herramientas, borradores, cartas y adornos. Durante esta visita, su perra Ponzoña (un galgo atigrado) serpentea por la casa, mientras que otros dos animales descansan en un rincón. Mientras Mario habla, parece que Ponzoña persigue con sus movimientos la imaginación de su imparable amo.

 

¿Cuál sería esa habilidad que te haría sentir impotente si la perdieras?

–La movilidad. Me mataría si no me pudiera mover. Mucho de mi trabajo tiene que ver con el movimiento, por eso nunca tengo tiempo de nada salvo para estar conmigo mismo: o duermo o estoy haciendo otras cosas.

 

Tu obra, por sus reiteraciones y sus constantes transformaciones se asemeja al movimiento de un derviche que gira…

–Un movimiento hacia adentro, exacto, esa es mi intención. Hay un deseo de escritura que va más allá de lo racional, que he tenido desde que era niño. Eso es lo que me ha llevado a escribir, por eso nunca llega a ser racional al momento de comenzar a escribir. Luego, ya cuando tengo el material armado, centrado en algún punto, puedo convertirme en una suerte de lector de mí mismo. Pero no es el proceso típico –o como suele pensar desde fuera alguien que no escribe– de que yo tengo el deseo de decir algo concreto.

 

Tu obra se considera difícil de leer. ¿Cuál es la recompensa que obtiene el lector por acompañarte en ese proceso de escritor-receptor?

–Ese es el reto que yo le planteo al lector: que el lector mismo me explique cuál es la recompensa. Cuando termino de escribir un libro me considero un lector más, en ese momento no puedo ni quiero tener una primacía sobre el texto. Es el momento de la escucha, es el momento en que quiero oír lo que el lector me quiere decir a mí.

 

¿Cómo experimentas en tu escritura el paso de la realidad a la realidad literaria?

Es peligroso cuando se cree que en la literatura hay una huida de la realidad, una reticencia a comprometerse con lo social y lo político. Yo lo que rehúyo es de una forma preestablecida, vacía, una fórmula repetida. Creo que mis libros son un escape de la realidad, pero un escape distinto al que estamos acostumbrados cuando pensamos de manera lineal. Siento que la literatura no debe competir con la realidad de esa manera tan directa y lineal que ciertos autores proponen. Prefiero que al momento del quiebre, al tratar de apartarse de esa realidad, la literatura nos ayude a entenderla desde otra perspectiva.

Ese modo transgresor ¿es un acto consciente o una naturaleza?

Es una transgresión que se da por sí misma. No es consciente, no quiero ser raro. Quiero que la literatura esté dentro del arte, que no se salga del arte, como han querido separarlo durante mucho tiempo, haciéndola como parte de las ciencias sociales o hacer al autor vocero de la realidad.

 

¿Confías en los medios digitales como soporte para el trabajo literario?

No, para nada. Porque no sabemos qué va a pasar mañana. Yo no puedo poner la letra en algo tan acuoso, pues se trata de una tecnología que tiene cinco mil años, desde Babilonia y Gilgamesh, que se sustenta en algo material, sólido, como son estas tablas de barro o los jeroglíficos. Tampoco me quiero remontar hasta ahí, me quiero remontar a Gutenberg, cuya invención tiene ochocientos años. Esos siglos de destilación hacen que ese producto, el libro, haya pasado por tantas pruebas que es ahí donde yo me voy a atrever a colocar mis letras. Siento que mi escritura, no lo que estoy diciendo, sino la huella, es el acto más importante. Es como marcar, como hacer un “aquí estuvo Mario” que es tan válido como la figura de la gorda adiposa de Altamira o un “aquí estuvo Pepito y su novia”.

 

¿Cómo afectan las nuevas tecnologías al mundo editorial?

Temo que con los monopolios, la concentración de poderes, esto se convierta más en una estandarización del gusto. Porque el arte no es para las masas, qué feo que lo diga pero no creo que el arte sea masivo ni mucho menos. Para mí, y no quiero que lo adjunten a una cosa católica, se trata de un sacerdocio, toda una vida puesta en el arte. No puedes ser famoso, tener veinte casas y tener muchas piscinas y también ser escritor, ser rector y ser no sé qué… eso se nota en los textos. Yo creo que quien hace arte realmente entrega la vida.

*Para leer la entrevista completa consulte la revista digital de Conaculta-Educal