Irreverente, explosivo, suficiente, Zlatan Ibrahimovic es el tercero en discordia dentro de la trinidad de dioses del balón de nuestros días. Sobre todo, diferente. A menudo relegado a otro plano por Cristiano Ronaldo y Lionel Messi, el genio sueco del balón siempre ha ido por vía libre.

 

Foto Lati

 

Su cuerpo, convertido a través de tatuajes en un ideario, parecía una buena forma de aproximarse a tan narcisista como heterogéneo personaje: un dragón que describe su aguerrido carácter y el pez koi por nadar (como él) contra la corriente, en la espalda las cinco deidades budistas y en las costillas el as de corazones, su apellido en árabe o una pluma indoamericana, fechas de nacimiento y nombres de sus personas más cercanas, la frase “sólo Dios puede juzgarme” que da título a una canción del rapero Tupac Shakur.

 

Mural demasiado variado en procedencias culturales, pero lo esperable si se considera que hablamos del hijo de un padre bosnio-musulmán y madre croata-católica, criado en un aguerrido barrio de inmigrantes de Suecia, y desarrollado futbolísticamente en Holanda, Italia, España y Francia.

 

Este fin de semana sorprendió al mundo al mostrar numerosos escritos añadidos a su cuerpo, luego de quitarse el uniforme tras haber anotado un gol con el Paris Saint Germain. De entrada parecía que había crecido exponencialmente su ya de por sí inmenso arte sobre la piel, pero después se dio sentido a las decenas de palabras desperdigadas y se aclaró que estos eran tatuajes temporales.

 

Cincuenta nombres de niños que padecen hambre, como parte de una campaña del Programa Mundial de Comida de la ONU. De inmediato fue presentado un video con Ibrahimovic explicando en su inconfundible acento y ritmo al hablar: “A donde sea que voy, la gente me reconoce, dice mi nombre, me ovaciona.

 

Pero hay nombres que a nadie la preocupa recordar, por los que nadie aplaude: los 805 millones de personas que sufren hambre en el mundo hoy. Tengo aficionados en todo el mundo y desde ahora quiero que su apoyo vaya a la gente que sufre hambre, que son los verdaderos campeones. Entonces, cuando sea que escuches mi nombre, pensarás en sus nombres”.

 

La selección de nombres buscó tocar a niños de los más variados y golpeados contextos: países en guerra, pobreza, conflicto, sequía, dictadura, epidemia.

 

El mensaje resultó contundente. Si la meta era propagar conciencia, se logró de forma viral e inmediata. El irascible Zlatan, el ególatra Zlatan, el conflictivo Zlatan, el estrafalario Zlatan, el, sin duda alguna, genial Zlatan, consiguió con ese festejo mucho más que todos los activistas recordando en micrófonos que la situación es tan desesperante como evitable.

 

En un mundo en el que al mismo tiempo millones padecen hambre, pero hay suficiente comida para todos, alguien con el peso mediático de Zlatan lanzó el recado a los más alejados rincones.

 

Él, de orígenes tan humildes en ese barrio de Malmoe. Él, de orígenes tan divididos con ese choque religioso, cultural, étnico, histórico, que son sus Balcanes. Él, con la autoridad que da hacernos esperar siempre algo diferente: a menudo en la cancha, pero incluso más seguido fuera de ella.

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