Nunca ha sido fácil hallar el balance entre libertad de expresión y respeto. Más que con la frase “el respeto al derecho ajeno es la paz”, Benito Juárez habría dejado un legado inconmensurable si nos hubiera definido en qué estriba y cómo se determina el derecho y lo ajeno –por lo menos el futbol y sus trémulas comisiones disciplinarias, se lo habrían agradecido mucho, ya no decir la política y tantos rubros de mayor importancia.

 

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Al calor de los partidos recién culminados o bajo un evidente plan para generar presión hacia los árbitros y desviar las críticas del desempeño propio, se dice cualquier cantidad de barbaridades; se acusa, se deslegitima, se genera la sensación de que todo es un maquiavélico plan encaminado a la desestabilización propia. Tampoco es fácil, que esas esquizofrenias demandan tanta astucia como energía, pero numerosos personajes destacan en la labor.

 

En el futbol de Inglaterra, país que pretende –y fracasa en el intento– aferrar a su deporte a una ética ajena a nuestro tiempo, a un puritanismo victoriano, a unos códigos caducos  (que, ojo, no caducaron recientemente, sino unos buenos años atrás), pasa lo mismo que en cualquier sitio: que quien fracasa explica la caída con base en la persecución.

 

José Mourinho vive en paz siempre y cuando su equipo recolecte victorias. Nada nuevo con quien ha vivido en conflicto ahí en donde ha dirigido. Mientras estaba en España y tenía abiertos frentes contra todo personaje (árbitros y directivos, jugadores propios y rivales, personal de su club e incluso de la selección), era presa de la nostalgia y aseveraba que en Inglaterra sólo había tenido un problema por su perro, curiosa anécdota en la que su mascota incumplió cierta regulación de salubridad o control e iba a ser confinada a unos procesos de revisión. Mentía Mourinho, o acaso padecía un problema común de los paranoicos que es la mala memoria (quizá si se acordaran de todo detectarían que, por mera probabilidad, el conflictivo es aquel que está enemistado con tantos).

 

A año y medio de su regreso a las islas británicas, Mourinho soltó esta frase que ilustraría lo que es el delirio de persecución en cualquier tratado de psicología: “Los medios de comunicación, comentaristas y otros directivos, ejercen mucha presión sobre los árbitros. Hay una campaña contra el Chelsea. No sé por qué y no me importa”. De ahí pasó a calificar como escandaloso el arbitraje y a decir que “en otros países en los que he trabajado, esto sería noticia de portada” (la noticia de portada es, más bien, que antes dijo que en Inglaterra no tenía problemas y ahora es en sus destinos pasados en donde hubo “sensatez”).

 

Ahora el futbol inglés va sobre el técnico del Manchester United, Louis van Gaal, quien aportó otra perla para la enciclopedia de la esquizofrenia: “Todo aspecto del juego estuvo en nuestra contra. Tuvimos que venir aquí, la cancha no está buena y eso influencia que juegues en otro estilo (…) Luego tenías que ver al árbitro, que es siempre lo mismo. Siempre que he dirigido este tipo de partidos, y lo he hecho en otros clubes, es siempre lo mismo”. Lo bochornoso de la declaración del holandés fue que se refería a un equipo de tercera división, el Cambridge United, y que lo hacía desde el plantel que más ha gastado para reforzarse durante un verano en la historia del futbol.

 

La federación inglesa lo penalizara y Van Gaal (o el United) pagará, que esa cantidad de dinero no es dinero para ellos. Asumirán que es el precio de difamar y, a la brevedad, relacionará el castigo con la indudable e implacable persecución.

 

¿Libertad de expresión? Mejor hubieran pedido a Juárez que detallara lo del derecho y lo de lo ajeno, a menudo transgredidos por el común de los entes futboleros, en nombre de que son libres de decir lo que les plazca (y justificados porque, caray, vaya campañas las que se han tejido en contra de sus filantrópicas humanidades).

 

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