Como el común de los héroes populares o sociales, la condición de ídolo máximo de Fernando Torres no llegó estrictamente por lo que hacía en el Atlético de Madrid, sino por el momento en que surgió y por su procedencia.

 

Es evidente que si alguien con su talento emergiera hoy en el club colchonero, tendría problemas para ganarse minutos, por no decir para conquistar a las gradas. Sucede que el Atleti al que vuelve el apodado “Niño”, es el mejor de la historia, al tiempo que el de catorce años atrás, en el que debutó, puede ser contemplado como el peor y, sobre todo, el más trágico.

 

LATI NIÑO TORRES AP

 

La presentación de Torres congregó en el estadio Calderón a más de cuarenta mil aficionados y en escasas nueve horas fueron vendidos más de dos mil uniformes con su nombre. Para comprender semejante furor en un escenario últimamente acostumbrado a corear goles de delanteros de élite como Mario Mandzukic, Diego Costa, Radamel Falcao, Kun Agüero, Diego Forlán, no basta con revisar los 91 tantos que “El Niño” marcó en 244 partidos como rojiblanco.

 

Más aun si recapacitamos en que Torres ya era una sensación colchonera en 2002, objeto de cantos cuando no pasaba de los 18 años y había contribuido al regreso del club a primera división con escasas seis anotaciones: Fernando, que después crecería hasta convertirse en el delantero más resolutivo de la multicampeona selección española, alcanzó tales niveles de devoción por haber florecido en pleno diluvio colchonero.

 

En 1999 se dio uno de los episodios más extraños en la historia de la gerencia deportiva: el Atlético de Madrid resultó embargado a su dueño, Jesús Gil y Gil. Un inspector de Hacienda, Luis Manuel Rubí Blanc, fue comisionado para presidir al club de futbol; conferencias de prensa en el estadio, cambios de director técnico, fichajes, renovaciones, decisiones de carácter técnico, choques con el plantel, efectuados por un funcionario reconvertido en gente de futbol. El resultado obvio fue que el Atlético cayó a una segunda categoría en la que no había estado desde antes de la Guerra Civil. Gil volvió a la cabeza, pero al primer intento no logró el ascenso y el año en el infierno (así lo llamaban los spots publicitarios del equipo) seguía siendo purgatorio.

 

En ese preciso momento Torres apareció como máxima esperanza de futuro. La cara de niño, que ya entrado en los treinta mantiene, era complemento perfecto para un adolescente nacido en zona meramente colchonera, como lo son los esforzados suburbios del sur de Madrid; las calles de Fuenlabrada, a veinte kilómetros del centro de la capital, vieron los primeros pasos de este descendiente de inmigrantes de otras partes del país –su padre llegó de Galicia– como la mayoría de quienes ahí viven (Fuenlabrada tenía menos de 3 mil habitantes en 1960 y más de 140 mil en 1990).

 

A lo anterior, añadir un vínculo más allá del haber debutado a los diecisiete años y que propició su capitanía a los diecinueve: que Torres siempre juró amor eterno por esta institución y recordó la anécdota de su abuelo suplicándole que nunca traicionara a esos colores.

 

En 2007, sin haber podido levantar un título o siquiera jugar una Champions League con el Atlético, Torres fue vendido al Liverpool a cambio de 32 millones de dólares. El mismo día de la partida comenzó la ilusión de su vuelta.

 

Este miércoles podría debutar en Copa del Rey ante Real Madrid. Un gol suyo al más odiado rival haría enloquecer a la ribera del Manzanares. Es el niño que vuelve a su cuna; es el ídolo convertido en tal por haber surgido de las olas del tsunami.

 

 

 

 

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