Olvídense de las postales con Torre Eiffel, Arco del Triunfo, Louvre o Montmartre. Él nació en otro París. Típica ciudad dormitorio, a 25 kilómetros de la gran capital turística, cultural, glamurosa, gastronómica, la comuna de Les Ulis no es más que una sucesión de grises unidades habitacionales.

 

Hijo de inmigrantes caribeños (su padre del archipiélago Guadalupe, su madre de la isla de Martinica), Thierry Henry no tuvo tiempo de caer en las estereotípicas tentaciones de un barrio bravo –Les Ulis, por cierto, fue parte de los disturbios que azotaron a Francia a fines de 2005.

 

thierry-henry

 

Su infancia en ese banlieue, como se denomina en francés al extrarradio que es predominantemente multicultural, estaba tan marcada por el futbol que su padre perdió un puesto laboral por llegar tarde tras llevarlo a un partido.

 

A los doce años su capacidad goleadora era evidente y ya había caza-talentos siguiéndole la pista. El instituto de Clairefontaine, esa inagotable mina de la que brotarían algunos de los mayores cracks del futbol francés, lo recibía y de paso justificaba tanto gasto: bastaba un Henry (o un Nicolás Anelka, que incursionaría meses después) para amortizar tan ambicioso proyecto.

 

Quizá por su precocidad natural, nadie se sorprendió cuando debutó con el Mónaco a los diecisiete años recién cumplidos o cuando a los veinte fue máximo goleador de Francia en la coronación del Mundial 1998. Su vida iba de prisa, Les Ulis se alejaba y la Juventus lo fichaba, aunque, desconcertado por los esquemas defensivos del Calcio, a los seis meses era transferido al Arsenal. Henry se reencontraría ahí con su formador del Mónaco, Arsene Wenger, y se convertiría en el futbolista más importante en la centenaria historia del cuadro gunner.

 

Sin embargo, la diferencia entre Titi Henry y los demás, no era meramente futbolística. A la par de su eficaz elegancia y de haber ganado todos los títulos posibles tanto a nivel de clubes como de selección, Thierry brillaba por su elocuencia, por su claridad para referirse al juego, por sus frases cargadas de autocrítica y análisis: “Debía redescubrir mi instinto goleador, esa reacción automática ante la portería, reestudiar todo sobre el arte de anotar” “saber hacer lo que tu cuerpo te pide”, “no tengo predisposición natural para jugar futbol”, “cuando era más joven intentaba hacer lo que quería, no lo que el juego quería que yo hiciera”.

 

El común de las leyendas deportivas son homenajeadas en el retiro, cuando todo ha terminado, cuando la nostalgia coloca tintes de emotividad a lo que antes hubo. En enero de 2012 Henry desafió esa circunstancia en la más mágica de las noches, mucho decir para quien ganó Mundial, Eurocopa y Champions League, además de las ligas de Francia, Inglaterra y España.

 

Cinco años después de haberse ido del Arsenal, volvió a ser local en el estadio en el que brilla su estatua, en el que se siguen vendiendo camisetas con su nombre, en donde no se le supo olvidar. La desfasada temporada de la Major League Soccer concluía e incorporaba por dos meses al Arsenal. Al ingresar de cambio, en medio del mayor alarido imaginable, frenó un instante y contempló estupefacto. Unos minutos después, anotaba el gol del triunfo. Por unos instantes dignos de ciencia ficción, el tiempo había sido rebobinado. Corrió a abrazar a Wenger, tal como el día que debutó con el Mónaco en 1994, lloró, agradeció: la secuela de su película era efímera pero perfecta.

 

Esta semana Henry se ha retirado. Ahora será comentarista; como dijera su compañero Sol Campbell en una declaración que recupera la BBC, “Thierry siempre está hablando. Simplemente quiere saberlo todo y hablarte sobre todo”. Con su elegancia, con su elocuencia, con sus dudas existenciales, con su apego a la alta costura, que remiten más al París en el que no nació que a Les Ulis, ese banlieue ajeno a toda postal.

 

Las opiniones expresadas por los columnistas son independientes y no reflejan necesariamente el punto de vista de 24 HORAS.