Lo que se insinuaba como partido trabado, tenso, cerrado, de una oportunidad –y ninguna más– para decidir, tornó en el opuesto: caos, juego roto, especie de solteros contra casados, a río revuelto ganancia sólo para el pescador águila.

 

Ya el inicio proyectó algo así: no es que el América en ese primer tiempo fuera claro o especialmente peligroso, pero indiscutiblemente apelaba a la épica; tan distinto (u opuesto), Tigres apelaba más al transcurrir del tiempo que a su talento, confundía el arte de esperar o calcular con el precipicio del renunciar a jugar.

 

Por esos misterios escondidos en el balón, el equipo más ordenado y sensato del torneo obsequió el primer tanto en la más imprudente de las acciones. Cuando por fin se veían cómodos los felinos e incluso representaban amenaza hacia la portería de Moisés Muñoz, regalaron un balón casi diría yo que al quinto intento en la misma salida, porque estuvieron a centímetros de perderlo varias veces en un lapso de cuatro distraídos segundos. Finalmente Michael Arroyo arrebató y no perdonó. El marcador global decía que estaban empatados, pero la realidad era muy distinta: el América estaba por encima en lo moral que es lo real.

 

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Ya vendrían la rotura del orden y el protagonismo del árbitro, pero antes el América hizo algo que en el entretiempo se podía olfatear: el segundo gol que le daba por primera vez la superioridad en esta final.

 

El anotador fue Pablo Aguilar, uno de los profesionales a los que más se desea ver en momentos cumbre como ese cabezazo, tras haber pensado que no volvería a jugar por graves problemas de salud. Bellezas del futbol: la vida hoy es sueño para quien en su momento fue pesadilla.

 

Y vinieron las expulsiones, tantas y en tan poco tiempo que en la memoria se nos confunden. La de Hernán Darío Burbano era tarjeta roja indiscutible: último hombre y el delantero que escapaba solitario hacia el meta rival para clavar el tercero. La de Damián Álvarez, mucho más exagerada, para mí es la que rompe en definitiva un partido de por sí ya desbalanceado para América hasta antes con ventaja de un tanto y de un hombre; todo se derrumbó para Tigres; Damián intentó dar, ni duda cabe, pero con amarilla hubiese sido suficiente. La de Nahuel Guzmán obviamente sí correspondía, como otras a Emmanuel Villa y Jesús Dueñas que no salieron cuando todo se había derrumbado para los hombres de Ricardo Ferreti. En ese tsunami de emociones y tarjetas, Oribe Peralta sentenció con un buen remate.

 

Hace una semana hablábamos de dos finalistas criticados y discutidos: Tigres por los ajenos en virtud del doble empate a cero con que se metió a la final; América por los propios por acusarse a Antonio Mohamed de no corresponder a la esencia histórica de la institución.

 

Acusaciones al árbitro Paul Delgadillo al margen, cerramos el certamen con una inmensa paradoja: que la afición americanista apreció a Mohamed precisamente en el instante en que lo dejó de tener. Se fue campeón y deja a Gustavo Matosas una referencia que es una losa: superlíder y monarca del futbol mexicano, que de eso se acordará la gente y no en particular de la postura ofensiva o defensiva.

 

Las Águilas vuelan al Olimpo. Sus detractores aludirán a la descomposición de los Tigres y del cotejo, aunque repito una idea ya planteada arriba: que apelar a la épica suele ser un camino más corto a la cima que hacerlo al simple fluir de los minutos.

 

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