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Gran parte de mi trabajo consiste en comer, pensar, investigar y escribir sobre la comida. El trabajo soñado de muchos. Cada vez que platico que trabajo tan cerca de la comida, la conversación estalla en sugerencias para visitar tal o cual restaurante, o escuchar los detalles de los platillos que virtuosamente prepara o devora mi interlocutor. Pero hay un lado que va más allá del hedonista y goloso del oficio gastronómico: el trauma gourmet.

 

Culpo a los cursos sobre nutrición, sustentabilidad o economía de la obesidad por cuestionar todas mis decisiones alimentarias. Trabajar tan cerca de la comida me hace estar informada, al menos, en ese tema. En el curso de los años me he topado con documentales y ensayos brillantes acerca de la industria alimentaria, el desperdicio de alimentos, el impacto ambiental, la salud y el placer en torno a la comida.

 

Es el dilema del omnívoro, como lo llama Michael Pollan (antropólogo de la alimentación). El omnívoro moderno debería de cuestionar todo lo que se come. Ya no se pueden dar bocados ciegos. La alimentación racionalizada. Hay un nuevo vocabulario que surge en las conversaciones culinarias: orgánicos, transgénicos, aditivos, comercio justo, grasas hidrogenadas… La realidad es que no es necesario conocer todos esos términos, sin embargo, es urgente entender que lo que comes está relacionado con los problemas sociales, ambientales y de salud.

 

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