Empezaré por admitir que tardé mucho tiempo en creer en el descomunal talento de Neymar. Me parecía que su carácter indolente nunca se corregiría y pensaba que al paso del tiempo quedaría como otra promesa no consumada, como el clásico veterano que voltea a sus hazañas de adolescencia para presumir grandeza, como uno de muchísimos que apuntaron alto y no superaron lo medio, como mejor malabarista del balón que jugador. Incluso desconfié de lo que pelearon por él los gigantes europeos y del rol que le concedió tan prematuramente la selección brasileña –o el gobierno brasileño con palabras como estas del ex presidente Lula, justo cuando dio la espalda a Europa y renovó con el club Santos: “ejemplo para los jóvenes de conservar lo propio en el país”.

 

Y continuaré por decir algo que ya no hace falta porque salta a la vista: que, como no sé cuántos, me equivoqué.

 

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Desde la Copa Confederaciones 2013, Neymar Junior apareció en una versión distinta. Medido, prudente, maduro, comprometido, responsable. Brasil se recargaba en sus espaldas y él lucía cómodo sosteniendo tantos sueños que trascendían lo meramente deportivo. Semanas más tarde incorporó al Barcelona y centró tanto su discurso en lo políticamente correcto, que costaba creerle: vengo a aprender, es una ilusión jugar con estas estrellas, tengo mucho por mejorar, Messi es el mejor.

 

Llegado el Mundial, era la única figura ofensiva de un país que antes generaba decenas de astros para esos puestos. Mientras estuvo en condiciones, sacó agua de las piedras: cuatro goles en cinco cotejos hasta que se lesionó la espalda frente a Colombia…, esa misma espalda sobre la que se apoyaban necesidades, ansiedades, nociones, urgencias que resumían las paradojas de la brasileñeidad en 2014. Incapacitado él, todo se desplomó; quizá con su presencia nada hubiese sido diferente en la goleada a manos de Alemania, pero para los registros queda que Brasil jugó el peor partido de su historia sin su ángel guardián.

 

Con los cuatro goles que hizo al Japón de Javier Aguirre, ha escalado otra posición en la clasificación de máximos anotadores con la seleçao verdeamarela. Atrás han quedado leyendas de toda época: Ademir, el gran artillero de los cincuenta; Ronaldinho, quien también saltó a la gloria muy pronto; Jairzinho, el que en los setenta festejaba corriendo hacia el córner para hincarse y persignarse; Rivaldo, quien regara joyas de máximo quilataje por donde pasaba; Bebeto, cuya cunita es un monumento de los Mundiales.

 

Por delante, sólo los cuatro jugadores más resolutivos en la historia moderna del scratch (si consideráramos la antigua, habría que añadir al primer mulato que destacó, Arthur Friedenreich, de los años veinte). En ese orden, sólo han hecho más goles que él con Brasil, Zico, Romario, Ronaldo y Pelé.

 

En resumen, que el muchacho de veintidós años ya se codea sin complejo alguno con la realeza. Y que tarde o temprano, esa marca será suya.

 

A este ritmo, podría llegar al próximo Mundial muy cerca de los 77 tantos que firmó Pelé, quien, dicho sea de paso, alcanzó los 40 goles de Neymar un poco más joven y tuvo un promedio de anotaciones por partido superior al que ahora presume el joven barcelonista. Aquí no cabe aquello de minimizar la cifra porque cuatro fueron a Japón y antes tres a Sudáfrica; quienes eso afirman, han de pensar que todos los goles de Pelé fueron contra potencias y en momento de suprema tensión; O Rei marcó goles de máxima relevancia, aunque también tres a Emiratos Árabes y a Bélgica en encuentros amistosos.

 

Muchos lo subestimaron, pero hoy no hay duda de que Neymar está en la línea directa de sucesores de Messi y Cristiano, así como es el único heredero visible de las joyas del balón brasileño.

 

Ya después si su padre se empecina en arruinarle la imagen o si vive en redes sociales como cantante pop, es tema muy distinto.

 

 

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