Un delantero que parecía destinado a ser a perpetuidad de los humildes del balón, de los que pican piedra. Esos jugadores acaso con condiciones pero sin glamur, alejados de los grandes clubes, los grandes salarios y los grandes traspasos; en definitiva, de las grandes citas.

 

Futbolistas así abundan en los países de mayor producción de piernas como Brasil. Son minoría quienes siguen ascensos precoces y meteóricos como Neymar, Kaká, Robinho, Óscar, Ronaldihno. Mientras que ellos son detectados en plena adolescencia y llevados a un gigante europeo en sus primeros veintes (o antes), muchos más van a rincones tan remotos como Armenia, Islandia, Sudáfrica, Malasia, o a divisiones de ascenso.

 

Diego Costa recorrió los clubes de Sao Paulo suplicando por una oportunidad, intentando mostrar su valía, deseando probar sus dotes, aunque siempre halló las puertas cerradas. Por ello terminó incorporando al Barcelona de Ibiúna, equipo casi anónimo que participa en la segunda división del campeonato paulista (equivalente a cuarta categoría brasileña), que le ofrecía un ingreso mensual por debajo del salario mínimo.

 

DIEGO COSTA LATI

 

Ignorado por todas las selecciones menores de Brasil, fue detectado por ojeadores europeos, aunque nada de presentaciones masivas o llegar al gran estadio; de hecho, nadie debe de haberse enterado del fichaje. El Sporting de Braga lo compró para prestarlo al Peñafiel de la segunda división portuguesa. Entonces fue adquirido por el Atlético de Madrid, pero tampoco para el máximo circuito. Ahora fue destinado a clubes entonces de ascenso como Celta y Albacete. Tras tantas vueltas en tan pocos años, Valladolid lo compró bajo una cláusula de un millón de euros que permitiría al Atlético recuperarlo. Mucho dudaron los colchoneros, pero finalmente lo hicieron un año más tarde, ya en la campaña 2010-2011.

 

Sin embargo, seguía sin encantar a sus entrenadores y ahora le tocaba pasar por Rayo Vallecano: su séptimo equipo en seis años. El asunto es que apenas en ese nuevo retorno al Atlético consiguió repetir más de una campaña con el mismo uniforme y esa estabilidad bastó para convertirlo en uno de los mejores nueves del mundo.

 

Tantos años difíciles parecieron disiparse en ese mágico 2013-14: máxima estrella del Atlético campeón de España y la decisión de representar a la selección española. Luiz Felipe Scolari diría que contaba con él, aunque nunca dio señas claras de ello. Vicente del Bosque se aferró a su concurso y abrió un fuerte debate en los dos países.

 

Diego Costa, el destinado a perpetua humildad, ya estaba en la cresta de la ola. Final de Champions, Mundial con España y un traspaso al Chelsea por 47 millones de dólares. Las primeras dos salieron terribles: caída con el Real Madrid en un partido del que salió lesionado en los primeros minutos (intentó rehabilitarse bajo un extraño método basado en placenta de yegua) y naufragio español en Brasil 2014. La tercera, era una incógnita que pronto se disiparía: apenas siete partidos en la Liga Premier y ya nueve goles anotados, engalanados por un pegajoso cántico que repite su nombre.

 

Su sociedad con Cesc Fábregas como pasador, es la gran noticia de este arranque de campaña. El ex barcelonista sirve y Costa concreta. Con fuerza, con poder, con oportunidad, con garra, con precisión, está destrozando cuanta defensa intenta frenarlo.

 

Todo un cuento de hadas. La mayoría de los cracks del mundo ya tiene claro a los dieciocho años que apunta a lo más alto (Cristiano, Messi, Rooney, Götze, Benzema, Neymar, Iniesta, Balotelli, Agüero, Robben, el propio Cesc). Diego Costa sólo pudo adquirir semejante certeza unos meses atrás. Radamel Falcao se marchaba del Atlético de Madrid y Diego Simeone le daba la confianza para asumir ese rol. Apenas dos años antes de eso, los colchoneros dudaron si valía la pena pagar un millón de euros por recuperarlo. Apenas uno después, Costa es el delirio del futbol inglés.

 

 

 

 

 

 

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