Tiene miles de millones de dólares, poder suficiente para entrevistar en el Kremlin a los candidatos a ministros de gobierno de Vladimir Putin y un yate de 163.5 metros de largo, pero no potestad para decidir si el equipo de su propiedad se muda de estadio.

 

Durante 11 años, Roman Arkadievich Abramovich ha firmado cheques de toda dimensión en su afán de convertir al Chelsea en el club más poderoso del planeta. La inversión total se estima en alrededor de tres mil millones de dólares, aunque ha surgido un obstáculo: el denominado fair play financiero implementado por la UEFA.

 

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Eso significa que no se puede desembolsar más de lo que se gana, sin importar si el dueño tiene la generosidad o fortuna para hacerlo.

 

Por ello, y porque son miles los aficionados blues que no logran conseguir boletos para cada partido del equipo, el Chelsea necesita ampliar su casa, Stamford Bridge, en un afán de incrementar el volumen de ingresos por venta de boletaje. Más sencillo que elevar el aforo de los actuales 41 mil sitios a los eventuales 60 mil, sería levantar un nuevo escenario, asunto excepcionalmente prohibido cuando hablamos de este conjunto del oeste de Londres.

 

Sucede que, a diferencia de lo que pasa con la mayoría de las entidades deportivas, el dueño del Chelsea no lo es de los derechos para determinar su sede. Desde 1993, mucho antes de que los billones de rublos de Abramovich arribaran, se formó la organización libre de lucro Chelsea Pitch Owners, cuyo cometido principal es impedir que el equipo deje Stamford Bridge. Para hacerlo, hacen falta tres cuartas partes de sus votos; si Abramovich lo intentara sin permiso, perdería en automático la marca Chelsea FC (que, a todo esto, corresponde a un equipo que no es local en Chelsea, sino en el vecino barrio de Fulham).

 

Recientemente se presentó un interesante plan para erigir la nueva casa del Chelsea frente a la icónica estación de energía de Battersea (los amantes de Pink Floyd la recordarán en la portada del disco Animals), aunque no hubo siquiera posibilidad de abrir diálogo con los integrantes de Chelsea Pitch Owners.

 

Es por ello que ahora se tantea la alternativa de mudarse durante un año al estadio más importante del rugby, el de Twickenham, mientras que se reconstruye un Stamford Bridge más grande. Con 105 años de historia en los que jamás ha albergado un cotejo de futbol aunque sí el museo de rugby más importante del planeta, se ubica relativamente cerca de Stamford Bridge (unos 12 kilómetros al suroeste). Su capacidad, superior a los 80 mil aficionados, lo convierte en inmejorable escenario temporal del Chelsea para esos 12 meses que demorarían las ampliaciones. Este proceso tendría que esperar hasta 2016, toda vez que en octubre de 2015 se efectuará ahí la Copa del Mundo de rugby.

 

Al tiempo que Arsenal dejó el viejo Highbury para moverse al Emirates, que Tottenham ha iniciado la construcción de su nuevo coloso y West Ham tomará el Estadio Olímpico de Londres 2012, el Chelsea está orillado a permanecer en su actual terreno y buscar quién le preste una cancha mientras incrementa su aforo.

 

El dinero suele poderlo casi todo, pero Roman Abramovich se ha encontrado con una doble limitante: la primera, el fair play financiero que tanto ha desagradado a los magnates de reciente ingreso al negocio del balón; la segunda, que Chelsea Pitch Owners posee poder total para amarrar al once de azul al césped de Stamford Bridge.

 

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