La salida de Mario Balotelli con destino al Liverpool da para un par de lecturas: la primera, mucho más elemental, que este muchacho de apenas veinticuatro años reitera sus problemas de adaptación y va ya rumbo a su cuarto equipo (antes jugó con Inter, Manchester City y Milán); la segunda, mucho más compleja, que el futbol italiano se ha resignado a seguir adelante con la menor cantidad de estrellas desde que permitiera la contratación de extranjeros en 1980.

 

¿Qué hay detrás de la salida del irascible pero contundente Mario, más allá de la sensación de encontrarnos ante un genio desperdiciado?

 

Que el Milán ya no es ni remotamente la prioridad de su dueño; hubo una época en que lo fue, sí, cuando Silvio Berlusconi fortalecía su imagen desde el futbol a fin de consolidarse políticamente (existe, por ejemplo, una parábola muy interesante para analizar sus triunfos electorales en función de lo que gastó para el cuadro rossonero o de alguna conquista deportiva importante).

 

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Sin embargo, no es sólo el Milán: el futbol italiano, en general, ya no es prioridad para casi nadie en dicho país. Sus estadios suelen recibir bajísimas entradas, con un promedio de asistencia apenas superior al de la liga mexicana y a la mitad del líder mundial en afluencia, la Bundesliga alemana. Sus equipos se han quedado fuera de la disputa por los mayores cracks o promesas del planeta. Sus aficionados viven con la permanente sospecha de que mucho está amañado o manipulado.

 

Buena parte de la culpa la tiene el denominado Calcio-poli, cuando en verano de 2006 (poco días después de la coronación azzurra en el Mundial de Alemania) la Juventus fue descendida y otros cuatro equipos castigados con disminución de puntos. El escándalo de asignación de árbitros que contribuyeran a beneficiar o perjudicar a determinada entidad ha sido un golpe del que todavía no logra resarcirse el certamen itálico. Más allá del desplome moral, existió uno económico, con pérdidas estimadas en 500 millones de euros.

 

Durante la campaña pasada, apenas cuatro clubes de la Serie A reportaron mejores ingresos por venta de boletaje que una temporada antes. Ellos son Roma, Undinese, Sampdoria y Atalanta. Y no sólo es el ver tanto cemento y gradas vacías a cada cotejo, sino que el valor del negocio del balón se ha desplomado en Italia, al tiempo que el déficit de los equipos ha subido a casi 400 millones de euros.

 

Los clubes italianos, que en 2003 lograron copar tres de cuatro puestos de semifinales en la Champions League, sólo han llegado a dos finales europeas en nueve años. Más aun, en la última edición de la Liga de Campeones, nada más el Milán accedió a octavos de final, lo cual parece fácilmente replicable con las dos últimas actuaciones mundialistas de la selección italiana: eliminada en primera ronda.

 

¿Crisis total? Yo no lo ampliaría a la cantidad y calidad de talento generado. Su producción no tiene nada que ver con las de Alemania o España, aunque, en todo caso, sigue siendo más que sensata.

 

Sucede que la liga italiana ha caído en un tobogán, evidenciado en la jerarquía de los planteles, al que contribuye la crisis socioeconómica que afecta al país.

 

Antonio Conte, quien unas semanas atrás renunció a la Juventus argumentando que no se le concedieron los fichajes que necesitaba, dirigirá ahora al combinado nacional.

 

Su salida misma resume el tema: que hasta su club, otrora gastalón y poderoso como el que más, ha marcado un límite al desembolso. Y que incluso sin grandes presupuestos, se había coronado en las últimas tres temporadas. Es que el nivel de competencia se desplomó y muchas de las estrellas se han ido. Como Mario Balotelli. Otro crack, el enésimo, que se escapa de Italia.

 

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