Una frase que pudo haber sido dicha desde cualquier equipo y ante cualquier fichaje: “Se va a enamorar del Atleti. Los jugadores que llegan a esta casa no salen de ella”.

 

 

Sin embargo, debemos admitir que el directivo que la pronunció ha apelado más a la conmovedora realidad del club que preside que al estereotipo. Ni sus más acérrimos rivales pueden negarlo, el Atlético de Madrid es una institución que enamora y genera un vínculo definitivo con quien alguna vez ha tenido el privilegio de pasar por ahí.

 

El fondo de las declaraciones de Enrique Cerezo, presidente colchonero, son unos viejos mensajes en redes sociales donde Raúl Alonso Jiménez admitía fervorosamente su devoción hacia el Real Madrid. Tiempos, un tanto recientes, en los que al goleador surgido del América no podía ocurrírsele que uno de los dos principales enemigos deportivos del cuadro merengue, iba a gastarse una millonada para llevarlo a esa misma capital, aunque vestido de rojiblanco.

 

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¿Debió moderarse ante una eventual salida al futbol europeo? ¿Imprudente? ¿Corto de miras? Para nada: acaso lo más bello de los sueños sea lo inesperado, lo sorprendente, lo repentino. Uno de los mayores estandartes del Real Madrid, Raúl González, surgió del Atlético, así como Franz Beckenbauer era del club 1860 Múnich y no del Bayern, o Michael Owen saltó a la fama en el Liverpool siendo aficionado al Everton. Cosas del balón y sus insospechados giros.

 

Tras un Mundial en el que apenas pudo mostrarse (sólo entró a un partido y eso fue al minuto 84), Jiménez ha conseguido convertirse en el futbolista mexicano más caro, vendido desde nuestro país.

 

Se va a enamorar del Atleti, porque el Atleti es así. Alguno de sus anuncios para captar socios (a los cuales me he remitido infinidad de veces en este espacio), se refieren a esa indescriptible condición. Como el niño que pregunta, “papa, ¿por qué somos del Atleti?”, y no recibe respuesta, hasta que dos frases cierran el spot: “no es fácil de explicar… Pero es algo muy, muy grande”.

 

Tuve la suerte de vivir en Madrid precisamente cuando los colchoneros regresaban del descenso y los merengues presumían uno de los planteles más poderosos que en cualquier deporte de conjunto se hayan visto: Zidane, Raúl, Ronaldo, Figo, Roberto Carlos, Beckham. En todo caso, debo decir, no cambié de club sólo porque eso es imposible, ya que la entidad que me cautivó, como al común de los neutrales que visiten un puñado de estadios de Europa, fue la atlética.

 

Esa mezcla de entrega incondicional, de apoyo a prueba de todo, de capacidad para sufrir, de estoicismo, de ingenio, de reírse de su dramática historia, de sobrevivir a la sombra del mayor gigante del futbol, hacen única a la institución colchonera.

 

Por eso, al referirse a Raúl Jiménez, el presidente atlético ha dicho que quien llega ya no se va. Eso aplica a grandes estrellas que terminaron marchándose cuando su precio elevó y era imposible retenerles, aunque siempre volvieron o lo intentaron; caso de su propio entrenador, Diego Simeone; de leyendas del pasado como Luis Aragonés; de cracks recientes que reiteran su deseo de retornar: Fernando Torres, Sergio kun Agüero, Diego Costa.

 

Por enésima vez aquí, no hay mejor forma de concluir que dando voz a Joaquín Sabina y alguno de los versos compuestos para el centenario del Atético: “Para entender lo que pasa, hay que haber llorado, en el Calderón que es mi casa. O en el Metropolitano, donde lloraba mi abuelo, con mi papá del la mano”.

 

Ya entenderá Jiménez a lo que se han referido Enrique Cerezo y Sabina. Lo entenderá y lo disfrutará. Ha sido fichado no sólo por un club de primera línea, sino por, acaso, el más romántico.

 

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