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Hizo reír a varias generaciones con Mrs Doubtfire, soñar con Dead Poets Society y fue “el genio más genial” en Aladdin, pero Robin Williams siempre arrastró un aire de amargura que de Good Morning Vietnam a Good Will Huntings, con la que ganó el Óscar, dibujó al payaso más triste de Hollywood.

 

El fallecido actor Christopher Reeve contó una vez que la primera persona que le había hecho reír tras quedar parapléjico al caerse de un caballo había sido Robin Williams. Habían sido compañeros de estudios de interpretación en la Julliard School y amigos durante toda la vida. Cuando estaba todavía ingresado en el hospital, Williams se hizo pasar por un doctor ruso que quería practicarle una colonoscopia.

 

Ese era el terreno del actor: la risa para ocultar el llanto y hoy los rumores de suicidio se ciernen de manera terrible sobre la muerte de uno de los grandes cómicos de Hollywood. Williams, nacido en Chicago en 1951, había combinado desde bien joven un genio irresistible y una verborrea sin igual con una vida personal plagada de debilidades.

 

Antes de saltar a la interpretación había empezado a estudiar Ciencias Políticas, una inquietud comprometida que nunca le abandonó en sus ácidas comparecencias públicas, como cuando en el Festival de Berlín presentó The Final Cut, uno de sus filmes más oscuros, y disparó una rueda de prensa en la que dijo “no sé qué hacemos buscando armas químicas en Irak cuando sería más fácil mirar en los albaranes del Pentágono”.

 

Y antes de llegar a la fama, que se fraguó en la televisión con series como Happy Days y, sobre todo, Mork & Mindy en la segunda mitad de los setenta, ya había coqueteado peligrosamente con la cocaína, que compartió con otro amigo suyo malogrado, John Belushi. “La cocaína es la manera que tiene Dios de decirte que estás ganando demasiado dinero”, decía con ironía.

 

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