Si alguien esperaba que otra Semifinal como la del día previo se daría entre argentinos y holandeses, estaba del todo errado. Algo así (diferencia abismal, goles por racimo en sólo media hora, cotejo sentenciado con total antelación) puede no llegar a repetirse en dicha instancia en los próximos cien años.

 
Lo que vimos en Sao Paulo se adecúa mucho más al libreto típico de las semifinales recientes de Copa del Mundo: las dos de Sudáfrica 2010 se definieron por un gol, una de Alemania 2006 en tiempo extra y la otra con un penalti, las dos de Corea-Japón 2002 por la mínima diferencia, una de Francia 98 por penales y la otra por 2-1, las dos de Estados Unidos 94 por un tanto, las dos de Italia 90 por penales, y hay que llegar hasta México 86, cuando no habían nacido muchos de quienes participan en este torneo, para hallar dos semifinales con diferencia de dos anotaciones.

 

Así fue el Argentina-Holanda que determinó al segundo finalista de Brasil 2014: trabadísimo, cerradísimo, con dos equipos unidos por el pánico a perder más que por la ilusión de ganar. Se respetaron, se esperaron, se midieron, se sintieron, se especularon, se calcularon. Y, cuando transcurrieron dos horas de ansiedades, de dar el balón a los solitarios Robben y Messi para que respectivamente resolvieran, de reventar todo lo que incluyera la menor pizca de riesgo, dirimieron ese pedazo de historia en penales.

 
Holanda con fe en lo que había vivido ante Costa Rica, aunque esta vez con el portero de los noventa minutos, quien, según reveló Mr. Chip en Twitter, jamás en su carrera había atajado un penalti. Por su lado, Argentina parecía llegar a la definición con incertidumbre, acaso acentuada por dos goles clarísimos que falló ya en tiempos extra.

 
Sucede que los penales son, ante todo, un juego psicológico. Y sucede que confianza y desconfianza ahí resultan virales a proporciones epidémicas. El primer cobrador naranja, Ron Vlaar, quien no llegó a ejecutar frente a los ticos, regaló su disparo y de ese nocaut ya no se levantaron los tulipanes.

 
Si en Italia 90 el meta albiceleste Sergio Goycoechea pasó de cuestionado a héroe en la tanda de penales, esta vez su tocayo Romero se ocupó de devolver a Argentina a una final.

 
¿Con liderazgo de Messi? No lo diría tan seguro. Juega melancólico (¿de Barcelona?, ¿de todo lo que ha hecho a tan corta edad?, ¿de todo lo que se espera de él?). O más bien ve jugar a sus compañeros, y eventualmente aparece para forjar alguna ocasión gigante. Una por partido, en días dadivosos incluso dos, pero nada más.

 
Su Argentina llegaba al Mundial con una defensa tan endeble como poderoso parecía al ataque, ecuación que se ha invertido. Cuesta mucho al conjunto dirigido por Alejandro Sabella hacer gol…, pero cuesta más anotarle: apenas dos tantos marcados en 330 minutos de segunda ronda. Caso que me recuerda, estrictamente apegado a los números, al de España en el Mundial pasado: cuatro victorias consecutivas por 1-0, desde octavos hasta la gran final.

 

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Ya tenemos finalistas. Ya se han encontrado dos veces en esa fase máxima del futbol. Desde entonces, 1990, no habían llegado: como si mutuamente se hubieran esperado, como si en pareja el destino los hubiera convocado, como si en dueto Maracaná los hubiera citado.

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